A quienes nos insultan en WhatsApp y ofenden en Twitter

Cuando uno está en grupos de WhatsApp o en Twitter debe acostumbrarse a los insultos. 

Una buena parte de las agresiones escritas en Twitter son bots: simuladores de interacción humana que automatizan respuestas polarizantes. 

En otros casos son gente sin quehacer. Flojos de lengua larga e ideas cortas. 

No se discuten las propuestas  del autor; se le ofende hasta el escarnio. ¿Para qué? Simple: para que deje de opinar. O para que se salga del grupo. ¡Un crítico menos! 

Muchos de esos insultos provienen de los propios gobernantes que gastan dinero público para agredir a sus críticos en redes. 

Así de fácil. 

Hace poco, en un restaurante de Monterrey, me topé con un fulano que suele mentarme la madre cada vez que emito una opinión en esos círculos virtuales. 

Resultó ser un hombre afable y simpático. Sin que viniera a cuento, me pidió disculpas.

Charlando más en confianza con él le confesé que a nadie nos gusta ser ofendidos ni insultados en Internet. 

Pero la solución a esta situación incómoda consiste en ignorar al agresor, y punto.

Tomar distancia del agresor es un ejercicio sano para quien sufre cualquier tipo de insulto virtual.

En el fondo, el problema psicológico no está del lado de quien emite una opinión sino de quien calumnia cobarde y agresivamente. 

El agresor de lenguaje florido busca llamar la atención a como de lugar: es una distorsión de su ego (o es empleado de un alcalde). 

También existe lo que en psicopatología se denomina “online disinhibition effect”. 

Cuando algunas personas se ponen frente a una pantalla (de celular o computadora), el anonimato las envalentona, amparadas en la invisibilidad que propician las redes sociales. 

Pero cuando hablamos frente a frente, nuestro cerebro se autocontrola, gracias al córtex orbitofrontal, que emite señales para moderar nuestros impulsos y empatizar con los demás. 

Esto nos evita salidas de tono y comportamientos inaceptables. 

Sin embargo, en Twitter o en los chats, el córtex no funciona igual que en la vida real, porque no está tan bien adiestrado en ese medio, relativamente reciente. 

De ahí que nos dejemos llevar por impulsos, desatemos con ligereza los instintos primarios y podemos insultar, “al cabo al agredido no lo tenemos enfrente”.

Por eso le dije en el restaurante a este hombre afable y simpático que uno debe comprender a quienes nos insultan virtualmente. 

Nos compadecemos de quienes sufren “disinhibition effect”: porque están más torturados psicológicamente ellos que nosotros. 

Finalmente, y como remate a la charla en el restaurante, le menté la madre fuerte y claro. No me la regresó.