EDITORIAL: Admiración al más grande payaso de México

En Huamantla, Tlaxcala, gracias a muy buenos amigos que tengo allá, visité lla donación a México del acervo de la más majestuosa compañía de “autómatas” que ha dado nuestro país y el mundo entero desde el siglo XIX: la compañía Rosete Aranda. Sus herederos viven en Huamantla y son gente extremadamente amable y generosa. Nos recibieron en su casa y conocí al patriarca de la familia, un gran mexicano: don Leandro Rosete Aranda. Entre sus innumerables muñecos (muchos de tamaño natural y que llegaron a representar ejércitos enteros en los más importantes teatros de México como El Principal), está una bellísima marioneta con más de cien años de antigüedad: el Payaso Orrín.

Quiero detenerme en esta marioneta. Les diré que el personaje más popular de principios de siglo XX no fue Porfirio Díaz, ni la tiple María Conesa, ni la actriz Virginia Fábregas. Por encima de todos ellos estaba un payaso de circo, quizá el más grande y talentoso que ha pisado las tablas en nuestro país. Los mexicanos de entonces adoraban a Ricardo Bell, de origen inglés, mejor conocido como el payaso Orrín y apodado “El Rey de la Alegría” (¿se acuerdan del Circo Hermanos Bell que administraron sus herederos?). Don Ricardo llegó muy joven a México junto con sus cuatro hermanos huérfanos, y comenzó como atracción principal del Circo Orrín. Don Ricardo modificó el vestuario clásico del payaso: se quitó el típico traje blanco, para enfundarse uno de raso multicolor, especialmente en colores verde, blanco y rojo. Usaba unos zapatos enormes y un gorrito de feria.

Don Ricardo, de abundante bigote güero, representó luego sketches de su invención en su propio espacio teatral: el Gran Circo Ricardo Bell, que contaba con casi tres mil localidades. El payaso Orrín era un acróbata consumado, hacía piruetas sobre un caballo y era versado en pantomimas. Pronto dominó el idioma español y ya asimilados los modismos de la capital del país, soltaba chistes que sólo los mexicanos podríamos entender. Acabó siendo más mexicano que los nopales. A veces, tuvo que montar tres funciones en un solo día porque los boletos de su circo se agotaban con varias semanas de anticipación. Los alemanes avecindados en México admitían que ni en su Alemania nativa (el país más destacado en materia circense) había un circo más profesional que el Bell. Era renuente a contratar cirqueros porque metió a trabajar con él a su numerosa prole: llegaron a sobrevivirle trece hijos, de los veintidós que procreó con su esposa Paca Peyres. Para sus giras, Orrín usaba un ferrocarril con doce vagones de su propiedad.

En su circo, el payaso Orrín anunció un invento suyo que, según decía públicamente, “era un aparato como el cinematógrafo, pero perfeccionado por mi, haciendo que las figuras se reproduzcan perfectas, sin que la vista sufra mortificación alguna, como sucede con otros aparatos de igual índole”. En la vista (a las películas de aquel entonces se les llamaba “vistas”), don Ricardo representaba asaltos a trenes en marcha, persecuciones de cuatreros y luego, como regalo principal a su público, aparecía él mismo en la pantalla.

Después de Orrín, el payaso más popular de su circo fue el enano Pirrimplín, quien de joven era pordiosero en Plateros, pedía limosna en las timbas y cantinas, hasta que lo rescató Bell y lo puso como comediante principal de sus espectáculos. Pirrimplín se volvió millonario pero, por su alcoholismo, malgastó el dinero ganado en sus presentaciones y acabó sus días pidiendo limosna en las mismas cantinas que frecuentaba en su juventud.

Durante una función en Zacatecas, el payaso Orrín vio cómo su hijo mayor, quien tocaba el violín en un trapecio, se enredó el cuello entre las cuerdas y sin querer se ahorcó frente al público presente. Otra vez, murió su hija más pequeña mientras él daba una función en Orizaba, pero profesional como era, no quiso cancelar su número. Tales tragedias familiares afectaron el ánimo del payaso Orrín. Se volvió melancólico y taciturno y sufrió una temprana decadencia.

En 1911, la Revolución Mexicana obligó a don Ricardo a huir de México, por su fama de porfirista. Apenas alcanzó a tomar un barco antes de que una turba armada quemara su casa y su circo. Perdió en una sola noche todos sus bienes. Murió el 12 de marzo de ese año, en la ciudad de Nueva York, en la más completa depresión y pobreza. Tenía 53 años. Mienten quienes afirman que está sepultado en aquella ciudad. Aclaro de una vez por todas este misterio. En realidad, su cadáver lo trasladaron a Mineral del Monte, Hidalgo y ahí yace, en un panteón británico, con los pies apuntando a su natal Inglaterra.