EDITORIAL: Aquel Monterrey adorable que ahora perdió la brújula

Podría enumerar los lugares turísticos que más adoro y que más detesto de Monterrey. Lo mismo podría hacer de su gastronomía (adoro el cabrito y odio el dulce de frijol, por ejemplo) o de su música (venero a Celso Piña, por poner un caso) o de su literatura (francamente pobre en su conjunto), o de su arquitectura (austera en sus orígenes y de pésimo gusto en la actualidad). Pero cada una de estas simpatías y diferencias, estarían filtradas por mi subjetividad. El repertorio de gustos o desprecios personales los rige la experiencia de cada quién; no se prestan al rigor del análisis sino a la íntima psicología de quién opina.

Así que dilucidaré más bien patrones de conducta, hábitos propios de una comunidad (en este caso la regiomontana), que pueden propiciar el encomio o la condena, la apología o el denuesto, al margen de impresiones subjetivas.

Es lugar común advertir que Monterrey creció a partir del ahorro. Al regiomontano de antaño se le detestaba en otras latitudes de México por ser «codo». Pero la acusación general no distaba de la realidad. «Las vacas comen todos los días», decía un refrán socorrido por los regiomontanos como argumento para trabajar incluso los domingos. En Monterrey se consideraba vagancia estar ocioso. Se llevaban las cuentas personales al día y se tenían hábitos de vida frugal. No es casualidad que mis ancestros fueran tenderos o administraran un hostal.

Nuestros abuelos eran dependientes de sí mismos, tacaños, madrugadores y ahorradores: vivían por debajo de lo que ganaban. Pulcros y atildados. De la pala pasaron al arado y luego al tractor. Pero también del capital reinvertido pasaron a instituciones bancarias y después a un sistema de seguros. Invertían: quitaban el dinero de aquí para ponerlo allá, y buscaban el mayor beneficio o la menor pérdida. No era una operación fácil pero se aprendía con disciplina y partidas de madre.

El regiomontano ahorraba un porcentaje de los beneficios en espera de que los tipos de interés fueran bajos. Así financiaba mejores posibilidades de producción. Los bienes generados no se consumían al momento: se guardaba para el futuro. Se hacían cálculos y previsiones. A eso se le llama “preferencia temporal”. Los valores comerciales se sustentaban en Monterrey en valores éticos, lo mismo en el caso de un tendero en el barrio de La Luz que de un fabricante de hilos y tejidos en Santa Catarina.

Los regiomontanos nunca fuimos una sociedad opulenta pero sí una comunidad previsora. Nunca fuimos notables inventores pero sí grandes productores. ¿Por nuestras raíces árabes? No lo sé: tampoco importa tanto. Veíamos con afecto (y un poco con signo de pesos) al foráneo, libanés, judío o irlandés. Nos gustaba comerciar: comprar y vender. Así creció nuestra calidad de vida, por encima de otras regiones de México.

Lo que vino después es un desastre. Es la parte más aborrecible de los patrones de conducta de los regiomontanos. Se vendieron las empresas insignias de Nuevo León, se perdió el autocontrol (la capacidad de domesticar nuestros instintos), se entregaron las calles al crimen organizado, se creyó que el trabajo era un castigo, se vivió ya no para producir y ahorrar sino para simular y apantallar. ¿Por qué nos pasó esto? Paul Lafargue, yerno cubano de Carlos Marx, publicó en 1880 un libro revelador: «El derecho a la pereza». Lafargue condenaba «el furibundo frenesí del trabajo» que es maldición de Dios.

Entre las «razas malditas de la tierra» que les gustaba trabajar, como chinos, escoceses y gallegos, Lafargue bien pudo incluir a los regiomontanos. Sin embargo, hemos convertido este valor social en letra muerta, papel mojado. Cunden los apologistas (incluso del Tec) del discurso motivacional y la autoayuda, otra manera de referirse a la flojera o la pereza. Puras vaciladas.

Ahora, el comercio regiomontano se basa en la ludopatía, las vacaciones de varios meses a crédito, la pérdida del tiempo como misión de vida, la apología de los caprichos y los grandes lujos para impresionar al vecino, el ventajismo comercial, la ruta fácil de hacer dinero, el hedonismo como única filosofía. El consumismo contra el ahorro, la ligereza contra el rigor, lo frívolo contra la disciplina. Las consecuencias de una generación las paga la siguiente. Nosotros todavía no pagamos el alto precio. Viene lo peor. Salvo honrosas excepciones, Monterrey se está convirtiendo en un pueblo detestable. Aunque yo adore a mucha gente, amigos y conocidos que viven aquí. Y mis cenizas se esparzan (por decisión personal) en lo más alto del Cerro de la Silla.