EDITORIAL: En busca del pequeño vampiro poblano

Viejos libros, versados en vampirismo, mencionan el misterio del Niño de Momoxpan. Estoy desde ayer en una convención de restauranteros en Puebla y se me hace fácil escapar al pueblo del pequeño Nosferatu, del “no muerto”. Voy solo en una camioneta destartalada que me prestó un amigo. Un sol opaco se pone en el horizonte y veo tras el cristal de mi vehículo bosques de pinos y oyameles hundidos en una niebla fantasmal. La carretera está solitaria.

Me arrepiento de haber cedido a mi impulso infantil de viajar a Momoxpan. La curiosidad no obedece a ninguna pauta. Al menos hubiera conducido al amanecer. La noche es densa y oscura, como boca de lobo y el peligro se asoma en cada curva. Busco un retorno que no aparece. Nadie quién orientarme. Nadie quién me augure un buen arribo. El miedo circula por mis venas.

El Niño de Momoxpan se llamaba Pablito. Murió sin ser bautizado ni recibir su extremaunción. Pero su cuerpo incorrupto, cuentan los viejos libros, destila vida, o un remedo de vida. En vez de darle cristiana sepultura, lo acostaron dentro de un ataúd de cristal, con estampas y escapularios y un ropón de lino blanco. Lo dejaron secarse por décadas a un lado del sagrario de la iglesia mayor.

Por las noches, cuentan los viejos libros, Pablito se levanta, sale del ataúd y busca víctimas a quién clavarle sus pequeños colmillos hasta extraerles la última gota de sangre. Pueden ser viejos, niños de brazos y a veces hasta chivos y perros. Luego, antes de que salga el sol, Pablito regresa a su ataúd. Suelen quedar en las calles y en el atrio, las huellas de sus sandalias. Por eso, en su interrumpido sueño eterno, Pablito luce cada vez más rezogante y cachetón.

Llego a Momoxpan, un pueblo pobre y desolado, como no lo cuentan los viejos libros. Pocas personas rondan las calles. Siento en cada esquina la sombra fugaz del Niño vampiro. En un horcón veo perderse sus pies presurosos. Trato de mantener la calma. Traigo el alma en un hilo pero bajo de la camioneta y me acerco a tres viejitas sentadas en sillas de mimbre y tomando el fresco. No hablan entre ellas. Parecen muertas en vida.

“Cuál niño de Momoxpan ni qué chingados!” me responde la más anciana. Las tres sueltan la carcajada. “Aquí no hay niños vampiros, apenas hay chamacos y a duras penas tenemos iglesia”. Algo parecido me dicen dos sombrerudos una cuadra más adelante. Y añaden: “el único chupasangre es el alcalde que se roba lo que puede”.

Ayer mismo en la noche me fui por donde vine.