EDITORIAL: La gorra de José de la Colina, que usaba para que no se le escaparan las aves de la fantasía

Ayer murió José de la Colina, el cuentista español más mexicano y el prosista mexicano más español. De don Pepe leí cuando yo estudiaba la preparatoria “Prohibido asomarse al interior” (en colaboración con Tomás Pérez Turrent, 1984), unas entrevistas a Luis Buñuel que comienzan cuando los tres toman café y terminan cuando juntos buscan unos buenos tragos.

Decía Buñuel a don Pepe que ya muerto le gustaría levantarse de la tumba de vez en cuando para leer los periódicos. Y ahora pienso que Buñuel hubiera necesitado un celular si resucitara en esta era cibernética, y yo estaría ahí, solícito en el cementerio, para prestarle mi iPhone. Pero el surrealismo está pasado de moda y uno ya no tiene forma de hacer los sueños realidad si no es con la ayuda de una aplicación de Google.

Repasé decenas de veces ese libro de don Pepe para convencerme de que Buñuel ha sido el director de cine más sarcástico, poético y genial de todos los tiempos y que don Pepe no le iba a la zaga en talento narrativo: ambos sabían recrear ese obscuro objeto del deseo con pericia hechicera y mala entraña.

No exagero si digo que de entre todos los cuentos de don Pepe hay muchos brillantes y uno técnicamente perfecto: “La tumba India”. Quien odie hasta el tuétano a un ex amor y le desee el mal cósmico (como todo buen amante que se respete), le convendría leer “La tumba India”, para corroborar que el coraje es el sentimiento más cercano al enamoramiento, porque ambos derrochan intensidad y en exceso pueden aniquilar al ente apasionado. Además, don Pepe escribía como los ángeles, si es que los ángeles tuvieran la mano suelta para escribir y fueran víctimas del más enconado despecho.

Don Pepe, que fue editor, cronista, articulista y uno de los mejores divagadores — que no críticos — de cine, salía a pasear al parque de la Ciudad de México para imaginar sus textos. Pensaba platicando al tiempo que rogaba: “no hablen mientras estoy interrumpiendo”. Usaba una gorra de grumete bien calada en la cabeza, para que las ideas no se le fueran volando como codornices y permanecieran en su sitio, hasta fluir por sus dedos, ya al cobijo de su habitación, ya asomándose a su interior prohibido, en las teclas de su vieja Remington. Descanse en paz don Pepe, que así demuestra cómo el arte de narrar, a diferencia de la propia vida, es felizmente eterno.