EDITORIAL: La ingrata función del crítico literario y otras quejas ridículas de un servidor

Una buena amiga me ha pedido que deje de criticar negativamente cuanta novela sale en el mercado editorial.

— La función actual de un buen crítico literario que se respete — me ha explicado con cierto tonito doctoral — consiste en invitar a leer y no en desmotivar lectores como tú lo haces, Eloy Garza.

¿Qué le respondí? Pues para empezar, yo crítico lo que a mí se me pegue la gana; si les molesta mis críticas, no lean mis artículos y santo remedio.

Eso sí: no hago crítica literaria para ganarme nuevos amigos, ni para adular a los que ya tengo, ni para exhibir a los malos talentos o marcarle sus faltas a los consagrados. Lo hago porque a eso se dedican los críticos: a criticar, como los creadores a crear y las tortilleras a hacer tortillas.

Tampoco es que yo no quiera recibir chayote, moche, iguala, coima o como se llame a ese chantaje vil que consiste en que un autor me pague unos centavos para no criticarlo y mejor hablar bonito de sus creaciones. Simplemente eso no existe en México, tierra donde los escritores millonarios o al menos con ingresos holgados son más raros que los gatos verdes.

Ya se sabe que en los buenos tiempos los críticos que hablaban bien de cuanto bodrio infumable publicaba Carlos Fuentes, no es que estuvieran bien maiciados: es que eran amigos, compadres o manitos de Carlos Fuentes. Punto. O eran aspirantes a algún premio literario en los que Fuentes o sus íntimos, decidían discrecionalmente. Así que mejor llevaban la fiesta en paz.

Quítese el nombre de Carlos Fuentes y póngase el nombre de cualquier otro consagrado: el resultado era exactamente el mismo: el orden de los factores no alteraba el producto. Como un apéndice de la política mexicana, en nuestro país había catedrales y capillitas literarias. Y mafias. Ahora también las hay, pero con un peso de muchísima menor importancia. Tanto, que si antes los intelectuales apapachados por el régimen eran gente como Octavio Paz ahora es gente como Epigmenio Ibarra.

Luego vinieron las editoriales grandotas, cada vez más oligopólicas, y las críticas de un escritor de casa consiste en prodigar linduras a cuanta babosada salga como novedad de la cabecita mediocre de otros escritores de la misma casa: “yo te echo flores a ti para que tú me las eches a mi. Y así nos vamos”.

¿Quiere el lector leer una crítica objetiva, imparcial y sincera sobre una nueva novela? No le será fácil: vivimos en el círculo cada vez más estrecho donde se derrochan los elogios mutuos. “Yo te digo lo bonito que tienes el ombligo para que tú me digas lo bonito que tengo  el mío (dicho sea de paso, el mío es más bien feo).

Con esto quiero decir que no aspiro a que me levanten un monumento por criticar novelas, ni sueño con ejercer este ingrato oficio para incrementar mi nómina de amistades y contactos: esa nomina ya la cerré hace muchos años y con los cuates que tengo me basta y sobra. Claro, si una novela reciente es muy buena, o cuenta con estilo, técnica o narrativa encomiable, yo seré el primero en divulgarlo. Me acaba de pasar con “Los errantes”, la novela recién traducida al español de la Premio Nobel Olga Tokarczuk, que leo en Kindle y me parece estupenda. Pero si la novela es muy mala, o tiene una pata coja, o errores de redacción evidentes, o inconsistencias graves, tendré que decirlo sin ambages, así se llame el autor Vargas Llosa.

Por ejemplo, no he leído ninguna crítica que no sea cien por ciento favorable sobre la nueva novela de Enrique Serna, “El vendedor de silencio”. Todo lo que aparece en los pocos suplementos y revistas literarias que quedan es que la novela de Serna es única, magistral, fenomenal, incomparable y poca madre.

A mi, la novela de Serna me parece muy bien condimentada (lenguaje rico, buen oficio, detalles bien investigados), pero a ratos me resultó un libro algo farragoso y tediosón. Un par de párrafos me hubieran bastado para captar lo corrupto, cínico y violento que era el periodista Carlos Denegri, en vez de que Serna girara en torno a esa noria, una y otra y otra vez.

— ¡Ay mira! Pues yo compré ese libro ayer, y estaba a punto de leerlo — me dijo mi amiga —. Nos hubiéramos topado tú y yo hace unos días para que me disuadieras de comprarlo.

— Pero ya no quieres leer mis opiniones — le respondí —. Te hubiera ahorrado una buena lana. O al menos, nomás por darme la contra, hubieras leído con más ganas el libro de Serna, disfrutado horas y horas con esa deslumbrante obra maestra y echado en cara lo bruto que soy como crítico.

— Es que a mí tampoco me gustó mucho. Así que te recomiendo lo siguiente, cuando leas un libro y no te guste, guárdate tus críticas, cuando leas un libro y te fascine, escribe tu dichoso articulito.

— ¿Y eso para qué?

— Para que quien quiera ser un lector culto o puesto al día le sufra un poquito. El que quiera azul celeste, que le cueste.

— … o que se acueste — añadí —, que a veces es la vía más expedita para ganar premios de distinta índole.