EDITORIAL: Mi vida como paciente en los hospitales privados

Hace unos días sentí una patada seca en la espalda y en el costado izquierdo. Me senté a duras penas en una silla y me sobrevino un ataque de ansiedad que era como un revolotear de diablos a mi alrededor. Pedí que me llevaran al hospital más cercano.

Al hospital privado llegó primero mi alma que mi cuerpo. Es la tercera vez que entro horizontalizado a un hospital este año. Pero mientras no se salga con los pies por delante, uno aguanta todo. Sin más trámite me postraron en una cama. Aguja intravenosa, primeros auxilios, mascarilla, palabras de ánimo, la batita ridícula que te deja el fundillo al aire. Yo no dejaba de soltar improperios bíblicos y mentadas de madre que es la forma como los regiomontanos pedimos ayuda cuando más la necesitamos.

Para distraer al dolor agudo, me puse a recitar a Sor Juana. Mi maestro Antonio Alatorre recomendaba repetir sonetos de la Décima Musa a fin de distraer al sufrimiento con los espejismos verbales de la poesía. “Mírenlo” dijo una enfermera, “el pobrecito está pidiéndole a la Virgen”. No, le pedía a Sor Juana.

Firmé entre desvaríos un amasijo de papeles, la póliza de gastos médicos; acepté una responsiva y una autorización para ser intervenido quirúrgicamente. El urólogo revisó mis signos vitales, mi expediente médico, mi tarjeta de crédito. “Es candidato para extirparle las piedras en el riñón. Le están perforando los uréteres”, dijo casi en éxtasis, sobándose las manos. Me llevaron a la sala de ultrasonido. Me pidieron que no moviera los músculos, que pusiera los brazos arriba, el cuerpo en vilo.

“A mi no me opera nadie”, dije, no tanto como una orden, sino como un ruego alucinante. No era un acto de cobardía (como todos, a veces soy muy valiente y a ratos me muero de miedo): era la exigencia del hombre ahogado en un remolino de dudas, del hombre curtido en estos trotes y en el mercantilismo de la medicina moderna. Al instante, sentí el chorro de morfina corriendo por las venas, sumiéndome en una neblina invisible de relajación. “Si me meten bisturí los demando a todos” susurré y quedé noqueado.

Cuando volví de mi desvanecimiento había agotado mis artes de persuasión y flotaba con la serenidad propia de los ahogados, pero tenté mis caderas, la espalda y el vientre. Todo estaba intacto, en su justo lugar. Salvé por unos instantes mi organismo desbarajustado. El urólogo negoció conmigo una tregua: “lo dejaré en observación un par de horas, si para entonces las piedras no se salen solas, lo llevo a quirófano, le guste o no. Tiene el riñón muy dañado, y puede provocarse una peritonitis”. Caí en la cuenta de que estaba en un lío muy gordo, tanto, que sentí arriba de mi los buitres no de la muerte sino de la codicia. Topaban con sus alas oscuras las barras incandescentes y se reían de mi, saboreando la carroña en que se convertiría su próxima víctima.