EDITORIAL: Pedro de Isla y su magistral libro “El apóstata”

Pedro de Isla es uno de los autores imprescindibles del norte de México. Su novela “Los andamiajes del miedo”, es referencia del non-fiction mexicano, y sus alcances literarios rebasan los linderos de la precisión histórica y las virtudes elementales de la veracidad. No es un reportaje: es una novela que dosifica la verdad de los hechos, hasta alcanzar un clímax perturbador, angustiante, con la agresión a las víctimas, las hermanas Milett Medina por parte del tristemente célebre Edgar Contreras. El autor toca fibras sensibles de un entorno comunitario – el regiomontano –, cómplice de los prejuicios clasistas que comulgan con el más ramplón de los regionalismos, donde el migrante, el foráneo, el otro, siempre es visto por encima del hombro e incluso con cierto atisbo de desconfianza que llega a ser criminal, o que ha solapado inconscientemente actos criminales, como los que acontecieron en la entonces discoteca de moda en San Pedro, Sgt Pepper´s.

Con “El apóstata”, un libro de espléndidos relatos breves, Pedro de Isla deja narrativamente por un rato la ciudad de Monterrey para instalarse en los míticos parajes del Viejo Testamento. No era una apuesta fácil. Menos porque el autor, en franco desafío creativo, escribió cada uno de sus textos sin exceder deliberadamente las 300 palabras. Por supuesto, este tipo de retos literarios, de audacias riesgosas, no los inventó Pedro. En México es común citar el soneto “Tiempo” (“Sabia virtud de conocer el tiempo…” etcétera), que fue todo un desafío de versificación para su autor, Renato Leduc, en el entendido de que la palabra “tiempo” no tiene consonante.

Hace años, Anagrama publicó en español la novela “El secuestro”, de Georges Perec. El escritor francés omitía a lo largo de 450 páginas, la letra “e” (el traductor al español cambió la omisión de la “e” por la letra “a”). A este juego literario se le conoce como lipograma (que en griego significa “abandonar una letra”), y lo han usado varios escritores como Jardiel Poncela que omite intencionalmente una de las cinco vocales en tres relatos suyos, o el mexicano Gabriel Vázquez, en cuya novela “Vivir sin i”, no aparece la letra “i”. Se que también ronda en las librerías de viejo un libro de cuentos de Oscar de la Borbolla titulado “Las vocales malditas”, en las que utiliza una sola vocal. No me consta porque no lo he leído. Sin embargo, a excepción del libro de Pedro, todos estos textos no son más que pasatiempos intrascendentes, ejercicios de escritura que llegan penosamente a callejones sin salida.

¿Y por qué digo que en “El apóstata” de Pedro de Isla sí se justifica el reto literario de reducir los textos a 300 palabras?  Porque así logra formar una figura literaria que fue la principal materia de mi tesis de Maestría en Letras: el fractal narrativo. Como se sabe, el fractal es una figura geométrica con una estructura básica que se repite a escala, una y otra vez. De fractales está repleta la naturaleza. Basta contemplar, como ejemplo, la planta del brócoli. Pero en la narrativa, los fractales también existen, aunque no han sido estudiados a profundidad. Yo los usé como modelo para analizar “La corte de los milagros” (1927) de Ramón María del Valle Inclán. Uno entresaca cualquier capítulo de esta novela magistral, y percibirá que su estructura básica es igual a las demás que integran el volumen completo. Esto lo creó Valle Inclán sin saber que urdía fractales narrativos, porque en su época todavía no se revelaba dicha figura geométrica (sucedió apenas a mediados de la década de los setenta). Un ejemplo más de narrativa fractal es “La feria” de Juan José Arreola.

Sin embargo, el mejor ejemplo de fractalidad narrativa la encuentro en “El apóstata” de Pedro de Isla. Al limitar a 300 palabras cada uno de sus textos, vuelve su libro un artefacto fractal: sus narraciones repiten a escala la estructura básica de la obra en su conjunto, tanto en longitud y estilo, como en referencia bíblica, e incluso en la réplica imaginaria a los respectivos pasajes del Viejo Testamento. Este es, a mi juicio, el hallazgo literario mas fascinante de la obra de Pedro. Cada historia es un palimpsesto: registra la huella de la escritura bíblica debajo de su superficie. Pedro se impone una norma, a la que ajusta estrictamente su corpus narrativo, para abolir una norma superior: la de Yahveh. Desde luego, se trata de un juego, una broma derivada de la peculiar imaginación de Pedro. Pero funciona, porque como en todo juego, sea literario o no, el jugador que lo crea y el jugador que lo sigue, se obligan a cumplir con las reglas en el tablero.  Y al cumplirlas, es decir, al aceptar el tour de force de Pedro a la verdad bíblica, participan en la transgresión que propone el autor.

Por eso, más que un apostata, el “yo narrativo” de Pedro es un transgresor. la diferencia conceptual no es mínima. Mientras el apostata deja la fe de forma radical; el transgresor, nunca la abandona; en todo caso, la trasgrede, la incumple en cierto precepto, “pasa a través” de un determinado mandato.  Los personajes de “El apostata”, sin excepción, transgreden un hecho bíblico preciso, rompen con un pasaje concreto, en su versión oficial. Pero nunca despegan sus pies del universo de Yahveh. Lo mencionan y a su presencia superior se remiten sin cesar. El hombre rebelde, que proclama Camus, no abandona su fe, es un insatisfecho de la fe. Los personajes de Pedro ni siquiera llegan a eso: son prácticos, oportunistas, ventajosos, sobrevivientes de un entorno violento y carcomido de lujuria; trasgresores a su pesar y manipuladores de la Ley divina, que es otra forma de desmentirla, o ponerla en la picota del peor predicamento para cualquier creyente: la duda, otra forma de llamar al anatema. Con su minimalismo narrativo, con sus restricciones creativas que paradójicamente potencian su imaginación, Pedro ha conseguido un libro fractal, extraño, exótico, que merece la buena fortuna de ser estudiado por los académicos y disfrutado por el público lector.