Historias espeluznantes de #DíaDeMuertos: el fallidísimo embalsamamiento de Maximiliano de Habsurgo

En ocasiones, las biografías de los seres humanos no se terminan con su llegada a la fosa o nicho en el que han de pasar la eternidad, si es que antes la fiebre del progreso no desaparece el cementerio en cuestión. Las aventuras y dramas que pueden desarrollarse en torno a un cadáver ilustre se convierten en tragicomedias, como ocurrió con el archiduque austriaco que soñó con construir su imperio en México

Historias tétricas de Día de Muertos: el fallidísimo embalsamamiento de Maximiliano | La Crónica de Hoy

Una vez que se terminaron los ceremoniales y los fusilamientos en el Cerro de las Campanas, aquella mañana de junio de 1867, las viudas de los generales Miguel Miramón y Tomás Mejía reclamaron los cadáveres para darles sepultura. Los dos militares mexicanos más importantes del segundo imperio, recibieron un trato digno, con los mejores recursos disponibles en aquellos días, para encaminarlos hacia sus tumbas definitivas. Paradoja: su superior, el emperador Maximiliano, no tuvo tanta suerte. Más bien, le fue muy, muy mal, en su estancia post mortem en territorio mexicano.

LOS EMBALSAMADORES HÁBILES. Concha, la esposa de Miguel Miramón, partió a la capital, enterró a su amadísimo esposo en el muy elegante panteón de San Fernando, y abandonó el país, llevándose a sus hijos… y, en un frasco, el corazón del general, gloria del partido conservador y en alguna época joven presidente de la República.

Eso de conservar corazones fuera del cuerpo de sus propietarios era un asunto muy antiguo: docenas de reyes y emperadores regalaban, a su muerte, fragmentos de sí mismos, partiendo del principio de que sus restos se volvían reliquias. En la Nueva España, después México, había corazones de virreyes, y algunos recuerditos similares, de personajes ilustres —como Guadalupe Victoria— depositados en templos o conventos. Por eso, la ocurrencia de Concha Miramónpara 1867, no era tan extrañaCuando mucho, un tanto extravagante.

Concha Miramón regresó a México diez años después, para protagonizar un berrinche memorable en las oficinas del Panteón de San Fernando: al ir a visitar a su Miguel, se dio cuenta de que, a unos pocos metros del ­mausoleo del general conservador, descansaba, nada menos, que el mismísimo presidente Juárez, gran ­adversario de su esposo en los días de la Guerra de Reforma.

Desoyendo todos los llamados a la serenidad, Concha hizo exhumar a su marido.  Tan buen trabajo habían hecho los embalsamadores en Querétaro, que, quienes lo vieron, aseguraron que Miguel Miramón, al ser desenterrado, “parecía dormido”… con el pequeño detalle de que, al mover el cuerpo, se le desprendió un pie. Subsanada la pequeñez, Concha agarró camino para Puebla, en cuya catedral dejó a su esposo, al que, presionada por su confesor, le devolvió el corazón.

Similar eficacia tuvieron los embalsamadores que trataron el cadáver del general Tomás Mejía. Es muy famosa la fotografía del general embalsamado, sentado en la sala de su ­casa, y con unas veladoras a sus pies, porque Mejía había dejado, por toda herencia, unas vacas y un par de casitas de adobe: su viuda no tenía ni un centavo para sepultarlo.

La conseja afirma que, después de unos meses en tan… peculiar situación,  el asunto llegó a oídos del ­presidente Juárez, quien promovió una ­colecta —otros dicen que él pagó el sepelio y la tumba— y por fin el general Mejía tuvo una sepultura decente, también en el caro San Fernando, donde aún permanece. ­Pero el testimonio fotográfico habla de un trabajo profesional y respetuoso, porque en esa imagen, Tomás Mejía, ciertamente, parece dormir una siesta.

Maximiliano no fue tan afortunado.

EL EMBALSAMADOR INCOMPETENTE. Descuido, poca información y una chambonería escandalosa, son los ingredientes para un desastre perfecto. Eso fue lo que ocurrió con el cadáver de Maximiliano. El gobierno mexicano le encargó el embalsamamiento del archiduque a dos médicos que respondían por Ignacio Rivadeneyra y Vicente Licea. A la hora de la verdad, resultó que Rivadeneyra no sabía gran cosa acerca de conservar muertos —el señor era algo como ginecólogo de la época—, y en vista del problema, Licea tomó las riendas del asunto. Mejor no lo hubiera hecho.

Los documentos oficiales que generó el tratamiento del cadáver del fallido emperador, aseguran que ­Licea hizo su trabajo como se debía, aunque entorpecido e interrumpido constantemente por la multitud de curiosos que se asomaban “a ver” cómo era eso de embalsamar a un emperador. Licea, en el informe que produjo poco después, asegura que le robaron ­pertencias diversas del archiduque y hasta parte de su instrumental de trabajo.

Los testimonios de personas como la indignada Concha Miramón, aseguran que Licea se puso a vender fragmentos de la barba del emperador de una manera totalmente desvergonzada. Licea dejó un informe, según el cual, el médico de Maximiliano, el dr. Samuel Basch, habría estado presente en el proceso y que, incluso, le proporcionó a Licea algunos de los materiales propios del embalsamamiento de cadáveres. Incluso, refiere Licea, Basch le proporcionó un excelente “aceite egipcio” con el cual barnizó tres veces el cuerpo. Si le hacemos caso al dicho del médico mexicano, no habría razones para que el gobierno mexicano se hubiera visto obligado a  rehacer el embalsamamiento del desafortunado archiduque.

Licea reportó que el cadáver de Maximiliano, lo embalsamaron con el “método egipcio” (?), lo colocaron en un “baño compuesto de reactivos” y le aplicaron una mezcla de ­bicloruro de mercurio con agua, combinación útil para “absorber las humedades”. Agregó que los ojos se reemplazaron por unas piezas “de esmalte de gota” que traía en su ­caja de instrumentos, aunque la tradición dice que echó mano de una imagen de Santa Úrsula para dotar de ojos —negros— a los despojos del emperador.

Después de todo esto, y de colgar el cuerpo —sí, colgarlo—para que  se secara, Licea explica que procedió a vendar el cadáver en su totalidad: extremidades, dedos, cuello y todo el tronco. Después de las vendas, aplicó una capa de una sustancia llamada dextrina, que se usa como pegamento soluble en agua, como espesante o aglutinante.

Licea repitió el procedimiento dos veces más, de modo que el cadáver de Max  quedó bien cubierto de vendas y sellado. La tercera y última capa, anota Licea, se fijó con suturas. A ese momento, en los 8 días que duró el embalsamamiento de Maximiliano, corresponde el dibujo que hizo el fotógrafo François Aubert, al que le permitieron presenciar el fusilamiento, ­pero no fotografiarlo. A cambio nos dejó algunos dibujos, uno de ellos el del cuerpo de Max, con el aspecto de momia egipcia, porque ÉSE era el método que más o menos sabía desarrollar ­Licea, según dijo, porque era lo que había estudiado.

Licea tuvo que escribir largos informes debido a sus pillerías y a sus descuidos. En esos ocho días que embalsamó a Max, parece que se asomó al lugar todo Querétaro. En una de esas visitas, un joven diplomático austriaco, Ernst Schmit Von Tavera, casi se infarta al llegar y ver a Maximiliano colgando de una cuerda. ­Licea explicó en ese momento —y luego lo puso por escrito—, que nada raro había en eso de andar colgando a “la momia”, porque lo mismito habían hecho a la hora de embalsamar a Luis XVIII de Francia.

En el viaje a la ciudad de México, a “la momia” le fue aún peor. Un testimonio afirma que, efectivamente, cerca de Arrollozarco (sic),  al cruzar un arroyo, el carro se volcó, “con las reliquias del señor archiduque”, que en buen español quiere decir que el cadáver momificado fue a dar al agua. La experiencia se repitió, según esto, en las cercanías de una Hacienda de los Ahuehuetes. Tan descuidados fueron con el traslado del cuerpo, que el informe tuvo que admitirlo: “la momia se mojó”.

La mezcla de barniz egipcio —haya sido lo que haya sido—, las vendas y la dextrina, deben haber hecho un mazacote espeluznante sobre el cuerpo del pobre Maximiliano. Lo que sigue es ya delirante. Escribe Licea: “la acción del agua que penetró permaneció en contacto con el cadáver, lo maceró y produjo en las partes que estuvieron en contacto con el agua la degeneración grasosa llamada adiposiva”.  En suma, el cuerpo del archiduque Maximiliano de Habsurgo, fallido emperador de México, se estaba descomponiendo, ayudado por la incompetencia de un médico poco serio y el descuido que, para con el vencido, solemos tener muchos seres humanos.

Cuando llegó el cuerpo a la capital, el gobierno juarista entendió con claridad que los representantes austrohúngaros no podían ver siquiera lo ocurrido. Y tuvieron que emprender el reembalsamamiento del archiduque.

FUENTE: cronica.com.mx