Venezuela: Cómo sobrevivir con cinco dólares al mes

La proeza de sobrevivir en condiciones extremas tiene en Venezuela millones de héroes que, en medio de la polarización política y mucho más allá del quiebre entre chavistas y opositores al régimen de Nicolás Maduro, están hermanados por una crisis económica sin precedente. Proceso recorrió las calles de Caracas para hacer un retrato del día a día de los venezolanos.

CARACAS (Proceso).- Franklin, un joven exchavista que pudo estudiar tres años de la carrera de medicina antes del estallido de la crisis de la hiperinflación, está sentado con desgano en una silla detrás del mostrador de la tienda de productos de limpieza donde trabaja. Ya son las 11:00 horas; sólo ha hecho dos ventas y no le importa.

“Esta vaina está siempre así. Muerta”, afirma con una mueca de resignación.

A Franklin le da lo mismo vender o no vender los menjurjes químicos que fabrica su patrón en la parte trasera del enorme local, cuyas dimensiones se agrandan por los vacíos en los estantes y la escasa mercancía.

El trabajador de 27 años, que tiene una esposa y una hija pequeña, gana 18 mil bolívares soberanos (nombre oficial de la moneda venezolana) al mes, el salario mínimo que decretó el presidente Nicolás Maduro en enero pasado. Eso y nada es casi lo mismo.

“Los venezolanos trabajamos para no morirnos de aburrimiento en casa, porque trabajar no es negocio en este país”, asegura Franklin.

Ese salario –que según el tipo de cambio oficial equivale a 5.45 dólares al mes (unos 100 pesos)– alcanza para comprar cuatro rollos de papel sanitario y un kilo de pollo; o un kilo de arroz, otro de harina de maíz para hacer arepas (tortillas infaltables en la dieta venezolana) y otro de queso blanco.

Y si Johanna, la esposa de Franklin, quien es enfermera pero trabaja como empleada en una farmacia, necesita toallas femeninas, maquillaje para un mes, una crema humectante y un desodorante, sólo en esos productos se irían los dos salarios mínimos que gana mensualmente la pareja.

“¿Qué te digo, coño? ¡Esto es una mierda!”, sostiene el joven alzando los brazos, y se levanta de la silla en la que pasa casi todo el día detrás del mostrador.

–¿Y si el salario familiar les alcanza para tan poco, cómo logran sobrevivir? –pregunta el reportero.

–¿Qué cómo logramos sobrevivir? –dice Franklin, se queda pensando unos segundos y exclama–: ¡eso es algo que nosotros mismos nos hemos preguntado muchas veces!… y no tenemos una respuesta. Te lo digo, no sé. Pero esto es muy duro para todos.

Hay que platicar mucho con los venezolanos para tratar de entender un poco cómo es que logran llegar al final de la quincena, hasta que sale el próximo pago, sin colapsarse.

Sobre todo si se toma en cuenta un estudio realizado en 2017 por tres universidades y según el cual 82% de los asalariados del país recibe un sueldo mínimo mensual.

Es decir, la baja capacidad adquisitiva del salario no es un problema ni menor ni exclusivo del segmento más vulnerable de la población, sino un fenómeno generalizado.

Unos 20 millones de venezolanos, las dos terceras partes de los habitantes del país, dependen de ese salario que equivale a 18 centavos de dólar al día.

Según los parámetros del Banco Mundial (BM), un ingreso per cápita menor a 3.20 dólares diarios significa ser pobre, y por debajo de dos dólares se considera pobreza extrema.

Esto quiere decir que en Venezuela, aparentemente –y es importante subrayar esta palabra–, la mayoría de la población vive con apenas 9% del ingreso que el BM establece como referencia para definir la pobreza extrema.

Bolsas CLAP

Cuando Franklin trata de explicar cómo hace su familia para comer todos los días, queda claro que en Venezuela aún existe –pese a la profunda crisis que ha provocado la pérdida de la mitad del Producto Interno Bruto (PIB) en los últimos cinco años y al colapso de las finanzas públicas– un sistema estatal de subsidios que opera como bocanadas de oxígeno para un moribundo.

Franklin, al igual que 6 millones de familias –80% de la población del país–, recibe cada 15 o 20 días la llamada bolsa CLAP (siglas de los Comités Locales de Abastecimiento y Producción): una caja de alimentos que distribuye gratuitamente el gobierno mediante los comités comunales del chavismo.

La bolsa CLAP contiene cuatro kilos de arroz, uno de pasta, dos litros de aceite, una bolsa de leche mexicana en polvo –“que sabe salada”, según una queja generalizada– y en ocasiones atún, lentejas, frijoles y harina de maíz.

A veces son unos productos, a veces otros, y algunos meses las bolsas se retrasan; pero con esos víveres completan su mercado unos 24 millones de venezolanos, cuyo sustento depende de asalariados que devengan el mínimo legal o de trabajadores del sector informal.

“Las bolsas CLAP ayudan. Los alimentos no son los mejores, a veces están vencidos y hay panas (amigos) a los que les han salido los granos agusanados; pero sin eso, la situación de hambre sería peor”, dice Franklin.

–¿Hay hambre en Venezuela? –se le pregunta al exestudiante de medicina.

–Nadie puede dudar que hay hambre en el país y que ésta es una generación de niños subalimentados o mal alimentados. Nosotros no siempre podemos hacer tres comidas al día, nuestra niña sí, gracias a Dios, porque ella es lo prioritario.

Según la Encuesta Nacional de Condiciones de Vida 2017, que realizan las universidades Central de Venezuela, Católica Andrés Bello y Simón Bolívar, 79% de los venezolanos disminuyó su consumo de alimentos o las veces que come en un día, debido a la crisis.

Además, las dos terceras partes se acuestan con hambre, y 8.2 millones –la cuarta parte de la población del país– ingieren dos o menos comidas al día, y las comidas que consumen son de mala calidad.

Esto llevó a que 64.3% de la población perdiera peso, hasta 11.4 kilos, señaló el sondeo realizado en 2017, cuando la crisis no era tan profunda como hoy.

El gobierno del presidente Nicolás Maduro rechaza ese estudio, asegura que está hecho con sesgo político y sostiene que no toma en cuenta el sistema de subsidios sociales que recibe la población.

Pero Franklin, quien en la universidad llegó a militar en las juventudes del oficialista Partido Socialista Unido de Venezuela (PSUV), dice que la “crisis alimentaria” que está viviendo el país no es un asunto ideológico.

“Es algo que nos afecta diariamente a la gran mayoría de las familias del país”, agrega.

Hoy por hoy en Venezuela el principal problema no es el desabasto de alimentos y de productos de primera necesidad –como ocurría en los años anteriores–, sino los precios que alcanzan en el mercado, por el proceso hiperinflacionario que azota al país desde 2015.

De hecho, la mayoría de los anaqueles en los supermercados ya no se ven, como antes, vacíos. Y la oferta en los mercados tradicionales de Caracas abarca una amplia variedad de futas, verduras y víveres.

Pero hoy el problema es la diferencia abismal entre el ingreso de los trabajadores y los precios al consumidor.

“No nos sirve que haya alimentos en los supermercados si no los podemos comprar”, asegura Johanna, la esposa de Franklin.

Hay productos que de pronto escasean, como en estos días ocurre con la harina de maíz, el azúcar, el endulzante para diabéticos y el café instantáneo, pero gran parte de los alimentos de consumo básico y de los productos de primera necesidad están disponibles.

El abastecimiento mejoró porque, sin asumir que se trata de una nueva política, el gobierno ha ido desmontando de facto el control de precios que desincentivaba la producción y que creó un gran mercado negro en el que se conseguía de todo, pero a valores muy superiores a los del comercio formal.

La política de precios “regulados”, es decir, fijados por las autoridades, es cada vez más flexible y discrecional, lo que tiene el claro propósito de mejorar el abasto.

Y la distribución de alimentos subsidiados, que llegó a abarcar todos los productos de la dieta básica de los venezolanos, se ha hecho más esporádica.

Para el gobierno, agobiado por un gigantesco déficit fiscal y por el desplome de los ingresos petroleros, ya resulta insostenible la política de subsidiarlo todo.

Los productos “regulados” de la dieta básica se encuentran de vez en cuando en los centros de abastecimiento estatales, como Mercal y los Mercados Bicentenario, y rara vez en los supermercados privados.

Cuando se encuentran, son un alivio para la castigada economía familiar. Un kilo de arroz, por ejemplo, que en el mercado libre cuesta 3 mil 600 bolívares soberanos (un dólar), a precio regulado vale la mitad.

La harina para arepas y la pasta pueden estar en el sistema subsidiado hasta 70% más baratos que en el mercado regular.

Franklin dice que encontrar productos regulados es “como una lotería” y que cuando los hay, sólo queda “resignarse a hacer largas filas que pueden tardar horas en avanzar”.

Los venezolanos, en especial las mujeres, dedican gran parte de su tiempo a buscar alimentos de bajo costo y a esperar, con paciencia, a que les llegue su turno si la mercancía no se ha agotado.

Amor en tiempos de crisis

Franklin y Johanna cuentan que su romance se inició en 2013, año en el que murió Hugo Chávez y Nicolás Maduro fue electo presidente.

Desde entonces el PIB del país ha perdido la mitad de su valor, la producción de petróleo se ha desplomado 62% y la inflación pasó de 18% (2013) a 1 millón 370 mil % en 2018.

“Nuestra historia de amor se llama ‘el amor en los tiempos de la crisis’. Lo mismo es para todos los enamorados de Venezuela de estos años. Es muy triste comenzar una vida en pareja así, en la situación en la que está el país”, dice Johanna.

Según proyecciones del Fondo Monetario Internacional, este año el PIB sufrirá otra contracción de al menos 10% y la hiperinflación llegará a 10 millones %.

Esto quiere decir que si un kilo de harina para arepas costaba 3 mil bolívares soberanos en enero, al terminar diciembre costará 300 millones de bolívares soberanos.

Los economistas explican que esta desmesura inflacionaria se debe a que el gobierno enfrenta un altísimo déficit fiscal que, a falta de ingresos propios, financia con la impresión de dinero.

El discurso oficial es que la hiperinflación es inducida desde el exterior con “ataques” al bolívar soberano que provocan su permanente devaluación frente al dólar. Y que esto forma parte de la “guerra económica del imperialismo” contra el régimen chavista.

“Uno lo que sabe es que Maduro puede subir el salario mínimo mil veces y que los precios subirán 10 mil veces más”, afirma Franklin, quien abandonó la carrera de medicina y la militancia en el PSUV cuando Johanna quedó embarazada de Johanita, que hoy tiene cuatro años.

Con dos salarios mínimos como ingreso familiar, las bolsas CLAP, los productos subsidiados que logran encontrar en el mercado y los “operativos” que esporádicamente montan los consejos comunales chavistas para distribuir carne o pollo a muy bajo costo, la pareja y su hija logran llegar al final de cada quincena, igual que millones de venezolanos en su situación.

“A veces a la niña le falta su lechita, pero tratamos de que no deje de comer. Nosotros sí nos vamos muchas veces a la cama con hambre”, asegura Johanna.

Bonos para el pueblo

En los dos últimos años el gobierno de Maduro ha puesto en marcha otro sistema de subsidios: los bonos.

Mediante el Bono Hogares de la Patria, una familia de tres miembros, como la de Johanna, recibe cada mes 7 mil 200 bolívares soberanos (2.18 dólares), siempre y cuando esté inscrita en el sistema.

El bono Parto Humanizado y Lactancia Materna otorga 2 mil 400 bolívares soberanos (72 centavos de dólar) mensuales a las mujeres embarazadas o en periodo de lactancia, y que estén registradas.

Y casi cada mes, Maduro anuncia diferentes tipos de bonos.

En el transcurso de este año el presidente ha decretado –nunca se sabe con qué criterios– el otorgamiento de bonos del Día de Reyes, de Carnaval, del Bicentenario de Angostura y del Día Internacional de la Mujer.

Algunos de ellos son hasta por 18 mil bolívares soberanos (5.45 dólares), equivalentes a un salario mínimo mensual.

Para recibir los bonos, los venezolanos deben contar con el Carnet de la Patria, que es una identificación oficial y un monedero electrónico cuya administración es manejada directamente por el gobernante PSUV, que preside Maduro.

Los bonos no los reciben todos los venezolanos, ni siquiera la totalidad de 19 millones que poseen el Carnet de la Patria, el cual es considerado por la oposición un mecanismo de “control social y político” del chavismo.

Por ejemplo, el bono Niño Jesús –por 10 mil bolívares soberanos (tres dólares)– que se otorgó en Navidad, lo recibieron 8 millones de afiliados al sistema; el de Carnaval, 6 millones.

Para las fiestas de carnaval, que se realizaron del 28 de febrero al martes 5, llegó de visita a Caracas un hermano de Franklin que trabaja como mesero en un restaurante elegante de Medellín, Colombia, y que le manda a su mamá alrededor de 50 dólares mensuales.

“Mi mamá es una profesora jubilada (su pensión es de 5 dólares mensuales), pero con lo que manda mi hermano nos ayuda con la comidita y con cositas de la niña”, dice Franklin.

Los alrededor de 4 millones de venezolanos que han salido del país en los últimos años se convirtieron en un sostén fundamental de sus familias.

Cada vez más venezolanos tienen un hijo, un hermano, una prima, la mamá o un tío que viven en Colombia, Perú, Ecuador, Chile y Estados Unidos, y que les manda cada mes un dinerito en dólares.

Esas transferencias resuelven la vida de millones de venezolanos que dependen del salario mínimo.

Según estimaciones de la Asamblea Nacional, el país recibe cada año unos 2 mil 500 millones de dólares en remesas familiares, cifra equivalente a 1.1% del PIB.

Luz, agua y vivienda (casi) gratis

Otras válvulas que descomprimen la presión social son los subsidios indirectos que permiten a los venezolanos un acceso casi gratuito a todos los servicios públicos.

Por electricidad, agua y gas, Johanna y Franklin pagan menos de 50 centavos de dólar al mes. En autobuses de transporte público y metro gastan, entre los dos, un dólar mensual. Los servicios, que en todos los casos son manejados por el Estado, son deplorables por falta de inversión y mantenimiento.

Los cortes de energía eléctrica y de agua potable son parte de la vida cotidiana de los ciudadanos. Los autobuses de transporte público escasean, el Metro falla con frecuencia y la red de telefonía celular e internet –en la que hay inversión privada– se cae, se reestablece y se vuelve a caer como parte de su normalidad operativa.

La contracara es que todos esos servicios son gratuitos o muy baratos.

En febrero, Johanna y Franklin pagaron 63 centavos de dólar por los servicios de sus dos teléfonos celulares y del internet wi-fi en su departamento.

Además, su departamento se los regaló el Estado por conducto de la Misión Vivienda.

La joven pareja vive en una de las 2.5 millones de viviendas que ha repartido el régimen chavista a precios simbólicos en las dos décadas que lleva en el poder, una cantidad sin precedente en Latinoamérica que ha beneficiado a la tercera parte de las familias del país.

Un tío de Johanna, que trabaja en un ministerio, les ayudó a conseguir su departamento de 55 metros cuadrados, de dos recámaras, ubicado en un edificio que tiene los ojos y las cejas de Hugo Chávez pintados en la entrada, inconfundible como es la mirada de lince del líder de la Revolución Bolivariana.

El modelo social del gobierno chavista es asistencialista, corporativista y clientelar. Todos los subsidios del Estado a los venezolanos pasan por el aparato del oficialista PSUV. Sus estructuras de base son las que distribuyen y deciden, con base en la lealtad política, hacia dónde y hacia quiénes se canalizan las ayudas.

El asistencialismo del gobierno chavista es considerado por la mayoría de especialistas en combate a la pobreza como una mala política social pues, afirman, desincentiva la capacitación, el estudio y el esfuerzo personal como mecanismos para mejorar la calidad de vida de la gente.

Pero Venezuela vive una situación extraordinaria y los subsidios, aunque sean una mala política de largo plazo y una estrategia del PSUV para construir clientelas políticas, en algo descomprimen las tensiones.

Johanna no se queja del departamento que le dio Misión Vivienda, pero sí del entorno.

“Uno agradece tener esto”, dice la enfermera recorriendo de un vistazo el pequeño espacio, “pero aquí no hay buena vida. Hay mucho malandro (delincuente), se dan bala algunas noches, y los fines de semana la música (salsa, reguetón y vallenato a todo volumen) no deja dormir. Pero hay edificios que son peores”.

Control

En todas las unidades de Misión Vivienda, como en casi todos los barrios populares del país, las Unidades de Batalla Bolívar-Chávez, los CLAP y los Consejos Comunales son los brazos, los ojos y los oídos del régimen.

Es un modelo de “inteligencia social” cuyo diseño y ejecución la oposición atribuye a los asesores cubanos del gobierno.

Johanna y Franklin eran chavistas hasta que la crisis económica y social comenzó a manifestarse con crudeza en 2014, un año después de que Maduro llegó al poder.

La pareja no se asume como antichavista ni saldría a las calles a las protestas convocadas por el autoproclamado presidente encargado de Venezuela, Juan Guaidó. Simplemente, Johanna y Franklin están indignados con la situación del país, con su situación familiar y con Maduro.

Un día que Johanna llevó a su hija a casa de su mamá para que la niña pudiera comer carne se le aguaron los ojos en el Metro y pensó que, sin darse cuenta, ya llevaba varios meses consecutivos en los que su objetivo prioritario de cada día había sido que Johanita hiciera sus tres comidas.

Ese día en el Metro le pasó por la cabeza la idea de irse a otro país, pero cree que nunca lo haría.

“De sufrir en otro lado, prefiero sufrir aquí”, asegura Johanna.

Ella, Franklin y millones de venezolanos más andan en estas épocas aciagas en plan de “matar tigre”, fórmula coloquial que se aplica a quienes son muy luchones.

Además de su trabajo en la farmacia, Johanna cuida enfermos en casas particulares en sus días de asueto. Y Franklin vende en su unidad habitacional productos de limpieza de la tienda donde trabaja.

Pero la pareja sabe que, en medio de los agobios y las dificultades, no le va tan mal como a otros venezolanos.

Olga Paredes, una madre soltera con dos hijos de 11 y cuatro años, tuvo que regalar de hecho al mayor a unos tíos.

“Yo le puedo dar comida a uno y tuve que escoger entre mis dos hijos. Me quedé con el menor”, señala Olga, quien hasta el año pasado trabajaba en una tienda de ropa en un centro comercial.

Ganaba un salario mínimo de 5.45 dólares al mes. Con su sueldo, cada quincena compraba un kilo de queso. El resto de la comida se la compraban sus padres, con quienes vive. Ellos, a su vez, reciben ayuda de otra hija que emigró hace dos años a Estados Unidos.

Hoy Olga vende huevos –que compra al mayoreo en un mercado del centro de la ciudad– en su edificio, y le va un poco mejor que cuando era asalariada. Ella forma parte del extenso sector informal de la economía. En Venezuela, 40% de la población ocupada está en ese segmento.

Además de un kilo de queso a la quincena, Olga ahora pone para la despensa familiar huevos, areparina (harina de maíz para las arepas) y la leche de su hijo de cuatro años, la cual mezcla con harina de avena “para hacerla rendir”.

También le alcanza para pagar los 2 mil 500 bolívares soberanos mensuales (75 centavos de dólar) del transporte escolar del niño, cuyo padre –igual que el padre de su hijo mayor– se esfumó de la faz de la tierra.

Ella se resiste a afiliarse al Carnet de la Patria, por lo que no recibe las ayudas del gobierno, aunque sus padres sí.

Olga tenía un novio mexicano, de Guadalajara, al que conoció en Caracas. Él le dijo que se la iba a llevar a México y ella estaba dispuesta a seguirlo, pero sus papás le dijeron que el muchacho les daba mala espina, que lo investigara. Un día revisó el teléfono celular del tipo y descubrió que era casado.

“Imagínate si me hubiera ido. ¿Qué iba a hacer yo sola allá? Yo no estoy dispuesta a dedicarme a la putería, como una amiga mía que se fue a Colombia”, dice con convicción.

Olga es escéptica del futuro. “No creo que esto cambie, creo que se puede poner peor”, asegura.

Johanna y Franklin, en cambio, tienen la expectativa de que mejore la situación nacional y familiar y de que “pronto”, en un plazo “de dos o tres años”, nadie en Venezuela esté condenado a sobrevivir con un salario de 5.45 dólares al mes y a irse a dormir con hambre.

 

 

 

 

Fuente: Proceso