EDITORIAL: A Carlos Fuentes que cumpliría 90 años

Carlos Fuentes hubiera cumplido noventa años, el pasado 11 de noviembre. Nació en 1928. Juan Ramón Jiménez decía que Pablo Neruda era un gran mal poeta. Lo mismo opino de Carlos Fuentes: fue un gran mal novelista. Quizá el mejor de México, claro está, después de Martín Luis Guzmán, Agustín Yañez, Juan Rulfo, etcétera.

A sus ochenta años, Fuentes todavía escribió su última gran mal novela La voluntad y la fortuna (2008) con su misma fuerza de lenguaje y sus personajes de triplay que fueron el sello de la casa. En Memorias de mis putas tristes (2004) García Márquez vivió la decadencia de su estilo. Pero en Fuentes no hay decadencia porque la excelsitud fue la excepción, no la regla. Aunque esa excepción legó una obra prodigiosa si no es que maestra: Aura (1962).

A sus treinta años Fuentes publica La Región más trasparente (1958). Esta novela seminal fue una novedad: mexicanizó a John Dos Passos en términos de ensamblaje narrativo y multiplicidad de puntos de vista. Como el autor de Manhattan Transfer, el discípulo azteca fundó un fresco polisémico y coral.

Lo cierto es que entre tanta novedad narrativa, metida a chaleco en su novela-mural, a Fuentes se le olvidó imprimir relieve a sus personajes. Ni Ixca Cienfuegos se salva de ser una abstracción sin hueso, muñeco de guiñol; más un mexican curious que personaje logrado.

La mezcolanza se salvó a golpes de prosa de alto poder. Con el paso de las décadas, se exageró la influencia doméstica de esta novela en trámite. El resultado no fue para tanto: trascendió, pero no inmortalizó.

Como literato, Fuentes fue un publirrelacionista modélico. Al igual que Camilo José Cela (otro gran prosista aunque narrador deshilvanado), se vendía con marketing, llenaba auditorios, salía en la tele, firmaba cientos de ejemplares, pero hacía décadas que muy pocos leíamos sus novelas. Fuentes se carteó desde joven con William Styron (otro novelista sobredimensionado). Se hizo amigo de Susan Sontag (otra novelista sin alma). Se codeó con Milán Kundera (otro novelista sin aliento) y se fue de juerga con Günter Grass (otro novelista de prosa poderosa pero hasta ahí). Los verdaderos grandes novelistas actuales no tuvieron empatía con Fuentes. J. M. Coetzee, autor de la magistral Desgracia (narración obligada para todo verdadero lector) nunca menciona al mexicano. Antonio Lobo Antunes no lo ha leído. Philip Roth guardaba prudente silencio. Para Ian McEwan ni siquiera existió (omití deliberadamente a Paul Auster y a Haruki Murakami porque, si bien tampoco mencionan a Fuentes, no están entre los grandes, pese a quien le pese).

Por otra parte, Fuentes fue muy buen cuentista. Nunca dejó de serlo desde Los días enmascarados (1954) y sobre todo con Cantar de ciegos (1964). Pero a diferencia de Borges, su padre tutelar, no se conformó con eso. Quiso cultivar bosques cuando lo suyo era el bonsái. Un día se lo confesé así en una conferencia que sustentó en la UNAM en 1989 y se enojó: ni modo. Allá él.

Pero Fuentes fue disciplinado, persistente y terco como el que más. Murió sin haber concluido el ciclo: La edad del tiempo aunque escribió como endemoniado, diariamente de las 7 a las 12 horas y cualquier editorial le hubiera publicado hasta la lista del mandado (él mismo la surtía cuando vivía en Londres la mitad del año). Tenía de la mosca la obstinación tenaz, según la fórmula canija de Renato Leduc, y por eso el establishment cultural le concederá la gracia de obra perdurable. Fue un notable intérprete de sí mismo, a la usanza de Charles Dickens, y el mejor comentarista de su obra (se antojaba leerlo más cuando se auto-promocionaba). Además, fue un ser humano con gran carisma, enormemente generoso, dueño de una memoria privilegiada, un consumado dibujante, un cantante malogrado y un conferencista portentoso. En suma, un mexicano impecable, que merece recibir una flor diaria en su tumba de París o un  libro suyo en la cabecera de cualquier lector.