EDITORIAL: Viaje a Grecia

Hace poco viajé a Grecia. Cuando uno visita ese país corre el riesgo de apegarse tanto a los museos, que se olvida de que en Grecia también hay griegos. Se dedica tiempo precioso a la lectura de etiquetas en las esculturas y las piedras filosóficas del Partenón. Al final, uno no fue a Grecia, ni a Atenas ni a Delfos, ni al Templo de Poseidón; fue a ver estampitas en inglés, traducidas del griego.

Otra distracción nada cultural son las turistas escandinavas, mitológicas a su manera, que superan notoriamente en belleza física a la Afrodita de Cnido porque aquellas al menos tienen brazos… además de los iPhones, que en nuestra época son la extensión de cualquier brazo.

De regreso de sus viajes de placer, las turistas escandinavas muestran sus fotos a sus familiares y tienen que aclararles: “esto fue en Santorini, esto en Creta, esto en Cafalonia, esto en Corfú”, porque lo único que aparece en primer plano es su carita güera y una sonrisita tonta, de plenitud o éxtasis sexual actuado. No dudo que detrás de cada imagen, aparezca borrosamente un tipo con la mirada entre torva y arrobada, y la boca abierta, babeante, volteando a la cámara. Soy yo.    

En el Partenón trabé relación con un veracruzano, gente que irrumpe sin previo aviso por aquí y por allá, con total desparpajo. A éste lo reconocí por el acento y por la forma veracruzana de tratar a su pareja, esposa, amante o amiga con derechos. No le pregunté el estatus civil de su jaiba brava y así fue mejor: uno nunca sabe con los veracruzanos, que por otro lado, son los habitantes más felices del planeta tierra. Pero un día entronizan a un paisano suyo como dictador, otro día le rinden honores patrios a su pierna mutilada, y otro día exhuman la pata del patricio para burlarse de ella en una verbena popular con atole y tamales de hoja de plátano.

Como buen veracruzano, el paisano y su pareja quisieron pegárseme como lapas durante mi viaje a Dragonis, la Isla de las focas. Amablemente me negué. ¿Para qué querría uno salir de México si no es para dejar de ver, al menos por un tiempo, al sufrido pueblo mexicano? “Para darse a entender con los extraños”, me aclaró la pareja del veracruzano, quien también resultó ser veracruzana, específicamente de Alvarado, así que floreció su verbo con sonoras mentadas de madre. 

Un barquero griego me abrió sin querer el escape ideal: detuvo a la pareja de veracruzanos para explicarles a señas la utilidad de su tarraya, su caña de pescar y su barca motorizada. Todo veracruzano está obligado a demostrar que también es pescador de nacencia, aunque sea oriundo de Xalapa o del Pico de Orizaba. Y mientras trataban de convencer al barquero griego de que eran colegas suyos, escapé raudo y veloz rumbo a Dragonis.

En fin, vuelvo a mi viaje a Grecia. Para viajar a ese país, como yo lo hice en kaík, hay que contratar un intérprete personal (que puede sustituirse por un app de iPhone, recurso más barato y funcional) o aprender las mínimas fórmulas de cortesía en griego. Será fácil: los griegos hablan no sólo por la boca, sino con gestos, con sus ojos, manos, hombros y hasta con sus partes nobles. El vocabulario es lo de menos. Casi te piden perdón por usar un alfabeto tan distinto al nuestro.

Comoquiera, mis dificultades no comenzaron por cuestiones idiomáticas, sino a causa de esa enfermedad llamada celos (por parte de un viejo griego), que a veces viene en contraposición con otra enfermedad llamada lujuria. Todo aderezado por una botella de vino heleno, Mavrodaphne. Esto sucedió cuando desembarqué en Miconos, reina de las Cícladas y visité la iglesia blanca número 24 de las 64 que existen en esa isla (una por cada botín que los antiguos isleños rescataban de los naufragios que ocurrían cerca de sus costas). En otra ocasión seguiré contándoles el resto de mi historia.