Las poderosas palabras de una madre
A las madres, sensibles y abnegadas como lo son al menos en su mayoría, todo ha de serles reconocido y nada, absolutamente nada puede negárseles. En una reciente entrevista, el insultantemente famoso Peso Pluma aseguró sin tapujos: “mi mamá me dio todo lo que tengo; me dio la vida y es sagrada”. No le falta razón al jalisciense que lleva por nombre real el de Hassan Emilio Kabande. Pero no es al peculiar exponente del regional mexicano y principal motivo de discusión con mi hija adolescente a quien quiero referirme, sino a otro importante personaje a quien las circunstancias de su encargo lo llevaron a decidir entre la nación y su mismísima progenitora.
José Ignacio Gregorio Comonfort de los Ríos, poblano él de 1812, fue presidente de México en dos periodos; primero en calidad de interino y luego como mandatario constitucional; ello entre los años 1855 y 1858. Por motivos económicos, Nachito – como lo llamaba cariñosamente su mamá – dejó sus estudios de derecho y se enlistó en el ejército en donde, gracias a sus valentía y dotes de estratega, con notable rapidez escaló grados y triunfó en batallas. En la arena política, Comonfort no curtía mal las baquetas; fungió como diputado y senador, y en 1853 fue nombrado administrador de aduanas de Acapulco. Por aquellos entonces, un tal Antonio López de Santa Anna, valiéndose de la abrogación de la Constitución de 1824, gobernaba de manera despótica bajo el autoimpuesto título de Su Alteza Serenísima. Huelga decir que las y los mexicanos de a pie, contentos, contentos, no estaban. Ante tal escenario, Ignacio Comonfort condujo – a lado de Juan Álvarez – la llamada revolución de Ayutla. Como resultado del movimiento, Santa Anna abandonó el país en 1855; Álvarez asumió la presidencia y luego, el poblano hizo lo propio como interino tras la renuncia del primero. Siendo presidente de México, Comonfort promulgó la Constitución de 1857, la misma que llegó a ser descrita por Justo Sierra como una “generosa utopía liberal, tachonada de principios, sueños y teorías”.
Las disputas entre liberales y conservadores – chairos y fifís de la época – estaba entonces en pleno apogeo y como las nuevas disposiciones constitucionales significaban un duro golpe a la iglesia católica, esta amenazó con excomulgar a todos aquellos que osaran jurar obediencia a la Ley Suprema recién promulgada, empezando nada menos que por el titular del Poder Ejecutivo.
Cuentan los relatos que el Padre Francisco Javier Miranda, a mayores señas miembro fundador del Partido Conservador, fue a visitar a la madre del mandatario nacional para contarle lo que estaba ocurriendo en el México convulso de aquellos años. Pañuelo en mano, la anciana escuchó compungida de boca del religioso que Nachito, su hijo, ardería eternamente en las llamas del infierno por andarle jugando al constitucionalista liberal. Devota como toda dama de la época, Doña María Guadalupe de los Ríos mandó llamar de inmediato a Ignacio, de quien bien se sabía que, tras la pérdida temprana de su padre, había desarrollado un evidente síndrome de Edipo; tenía mamitis, pues. Seguramente, con la voz quebrada por el llanto ahogado, la venerable señora tuvo a bien recordarle a su hijo los principios de la fe que ella le había inculcado; “Nacho, haz lo que creas conveniente… no me voy a enojar contigo, al contrario, seguiré pidiendo por la salvación de tu alma…”, le dijo. Las palabras de la sacrificada madre laceraron el corazón del otrora feroz guerrillero y lo llevaron a desconocer la Constitución que él mismo había promulgado algunos meses atrás. Las consecuencias no se hicieron esperar. Ignacio Comonfort fue depuesto como presidente; Benito Pablo Juárez García llegaría para ocupar la primera magistratura del país. Comenzaba así la Guerra de Reforma.
En lo dicho, a la madre mexicana nada le puede ser negado; la historia lo confirma y de qué manera.
Aquí en confianza; con 82 primaveras a cuestas, la dama de frágiles huesos y alma de hierro hurgará en algún cajón buscando sus infaltables tijeras para mutilar una vez más la edición impresa del periódico que recibe cada mañana; ello, con el propósito de conservar para sí una nueva publicación de este improvisado columnista. La mirada de mi amable y única lectora luce cansada, pero aún conserva intacta la gracia de su sonrisa. Pese al inmisericorde paso del tiempo, ella sigue siendo inspiración, guía y
ejemplo. Feliz día de las madres.
Nota. Lo antes expuesto representa la opinión personal del autor