Un repaso en la historia de las ideas de un concepto que, mucho más de lo que suponemos, rige en buena medida el pensamiento del ser humano, desde Sócrates y Cicerón, hasta Soren Kierkegaard y Ferrater Mora: la ironía pone en evidencia lo que queremos decir y no decimos.
Uno de los aspectos más irónicos de nuestra existencia, de la vida en sí, es el hecho de que un mamífero, como el humano, intente dar explicaciones coherentes a todo lo que le rodea y que, pese a todo su empeño, no logre dar con certezas absolutas, verificables o duraderas. Esta cuestión parece ser nuestra condena. Por otro lado, el hecho de plantearse la tarea de dar respuestas concretas a todo puede considerarse como la principal actividad de nuestra especie.
De ahí se sigue que el concepto de ironía genere desconfianza ante su enunciación. Esta incomodidad viene acentuada, además, porque la mayoría de las veces afirmamos que son políticos, o funcionarios públicos, quienes hacen uso excesivo de este vocablo, convirtiéndolo en una ofensiva actuación ante circunstancias que no les favorecen.
Sin embargo, haciendo uso de la Historia, veremos que la ironía está inmersa en otras actividades. La definición en la que muchos autores coinciden es la de una figura retórica que apunta hacia una inconsistencia, una tensión entre lo que se dice y la intención de lo que se dice. Es decir, una especie de incongruencia entre la expresión y el significado. Esto quiere decir que el vocablo lleva implícita una participación entre el emisor y el receptor, por lo que, para llegar a un consenso, requiere ser construida por ambas partes.
Al hablar de ironía aparecen otros conceptos con los que se le relaciona de manera frecuente, como el humor, la parodia, la sátira, el sarcasmo, etcétera. Todos esos son modos de producir efectos en el interlocutor o en el lector, modos recurrentes para transmitir un mensaje, para comunicar algo. Además, su definición etimológica no es clara. En griego, el vocablo eironeia podría hacer referencia a “disimulo”, o también a “querer decir algo”.
La socrática ironía
En cuanto a su uso en la retórica, se considera a Sócrates el mayor exponente de esta actividad en la Grecia antigua, sobre todo porque es tomado en cuenta como un símbolo referencial del quehacer filosófico, pese a que nunca escribió nada. No sabemos nada de su pensamiento original, propio. Lo irónico aquí es que todo lo que podemos conocer de él han sido versiones de su actividad intelectual escritas por otros pensadores, tales como Aristófanes, Platón, Diógenes, Jenofonte y Aristóteles.
Suele decirse que el ámbito de la ironía socrática es el diálogo, pero éste no se limita a ser una simple artimaña retórica, sino que trastoca la erística, es decir, el arte sofístico de la disputa. De acuerdo con Ferrater Mora (1994), la ironía socrática “era un camino de la razón para alcanzar una mayor luminosidad”. Como una sonrisa que sugiere, o como la insinuación de algo que se dice sin decir.
En realidad, la idea de que la ironía sólo constituye un recurso retórico proviene de la antigua Roma, de los planteamientos de Cicerón sobre las cualidades de un buen orador. A partir de él, la ironía se define como el decir lo contrario de lo que se piensa. Así pues, de la noción que tenían los antiguos griegos a la que entendían los romanos, ocurrió un cambio, la ironía ya no era una manera para llegar al conocimiento sino, más bien, una especie de juego con las palabras, una habilidad verbal con miras a producir un efecto de “admiración, atención y sorpresa” (Marimón Llorca, 2009).
La ironía también está inserta en algunos importantes acontecimientos de científicos. Por ejemplo, en la reiterada anécdota según la cual Newton descubrió la gravedad cuando le cayó una manzana en la cabeza mientras descansaba a la sombra de un árbol. En este caso no hay ningún libro, carta o apunte en el que este científico hable de aquel suceso. Lo que hay es una escueta referencia que escribió William Stukeley en la biografía de Newton, pero no tiene nada que ver con lo que hemos escuchado y leído en redundantes ocasiones. En ella, la fecha y el lugar de lo ocurrido habrían sido el año 1665 o 1666 en el jardín de su casa materna. Sin embargo, no hay evidencias claras ya que, en esos días, Inglaterra estaba siendo asolada por la peste bubónica. Otra hipótesis aparece en algunos de los escritos de Voltaire, pero no son nada esclarecedores.
Es la ambigüedad misma de la ironía la que permite las múltiples lecturas, que estarán construidas dependiendo de la cantidad de información con la que disponga el receptor. Así, la ironía invita y obliga al receptor a ser partícipe activo de la misma, es ahí donde la ironía mantiene un constante juego con el receptor.
Entusiasmo y embriaguez del ironista
También hay una ironía en la forma de vivir en nosotros los seres humanos, en la realidad concreta, en nuestros actos cotidianos. Este interesante aporte lo realiza Soren Kierkegaard en su tesis Sobre el concepto de ironía en constante referencia a Sócrates. Kierkegaard es más específico ante los riesgos de esta actividad constante como forma de vida, ya que mediante ella el sujeto se siente libre, pero de una forma negativa, es decir, le falta la realidad que le proveería un contenido. “Pero es esa libertad, es ese estar suspendido el que da al ironista un cierto entusiasmo, como si se embriagase en la infinitud de las posibilidades, pues en caso de necesitar consuelo frente a tanta ruina, puede refugiarse en la enorme reserva de la posibilidad.”
De acuerdo con Kierkegaard, los ironistas son atraídos por la posibilidad de cortar con los compromisos y comenzar de nuevo, desembarazándose de mayores intereses y sentidos de la vida. Es a esto a lo que se refiere cuando habla de “negatividad infinita y absoluta”. He ahí, dice, “la ironía en tanto que negatividad infinita y absoluta. Es negatividad, puesto que sólo niega; es infinita, puesto que no niega este o aquel fenómeno; es absoluta, pues aquello en virtud de lo que niega es algo superior que, sin embargo, no es”.
En su tesis, el filósofo argumenta que la prosecución de la pura ironía “lleva a una significativa pérdida de libertad, en cuanto los ironistas fallan en lo que atañe a la libertad positiva y comienzan a esclavizar los ánimos”. Además de que “retorna al tedio”. Y, como tercera consecuencia, “es destructivo del valor de la individualidad”.
Ante ello, Kierkegaard propone la idea de que el presente debemos tomarlo, a la vez, como un don y una tarea que comienza a ser puesta en consideración. “Si veo el presente como un don, reconozco el lugar en el orden social dado que habito como el lugar donde mi proyecto de autoayuda se lleva a cabo. Reconozco, además, que la persona que soy brota en quien estoy formado y, a su vez, con quien formo este lugar dado que habito en este tiempo dado. Por tanto, soy un yo con una historia ineludible, con relaciones inevitables con las otras personas y con instituciones de mi entorno social. No importa qué suerte de persona llegue a ser, este hecho acerca de mi identidad no cambia.”
De lo que está hablando Kierkegaard es de una ironía situacional como fenómeno observable. Una actividad en la cual todos somos capaces de notar acontecimientos irónicos, giros o vuelcos de la actividad humana, debido a que forman parte de nuestra cotidianidad.
La ironía como forma de vida
Joan Lucariello explica que una situación se considera o percibe como irónica porque de manera cognitiva, por cultura y conocimiento general, los seres humanos tenemos una idea de cómo suceden las cosas, por lo menos de manera conceptual y estructural, y, por lo tanto, existe una idea o expectativa al respecto, que se ve fallida cuando ocurre algo contradictorio o que no debería ocurrir. Así, la situación irónica involucra una discordancia entre objetivos, acciones y resultados, inconsistencia entre acciones y estados o en la serie de causas y consecuencias (Lucariello, 1994), entre la apariencia y la realidad.
Como se ve, la ironía no es entonces usada sólo en el discurso, también en nuestra actitud vivencial. Así, una situación irónica es la contemporánea. Tenemos la capacidad de analizar o enunciar los problemas sociales, políticos, económicos, culturales, pero por más que lo intentemos, no podemos prescindir o salir de ellos. Pareciera que queremos estar fuera de todo lo malo, pero estamos atrapados en la ilusión de estar afuera permaneciendo más en ello, dado por el propio sistema. Una especie de bucle. Por lo tanto, ese concepto no sólo es retórico: también es vivencial, forma parte de nuestra cotidianidad. La vida como ironía, similar a lo que Kierkegaard enunciaba respecto a Sócrates: “Toda su existencia era ironía en el sentido de que mientras todos sus contemporáneos estaban seguros de ser hombres y sabían lo que era el ser humano, Sócrates, con humildad (he ahí la ironía), se ocupaba del problema de qué es el hombre”.
Así la ironía, como una sonrisa que sugiere, o como la insinuación que se dice pero sin la intención de querer decir, o de saber nuestras problemáticas pero sin querer salir de ellas.
La Jornada