Del Diario americano de Alejandro de Humboldt

En el Antisana: Más arriba que cualquier mortal antes de nosotros*

La masa de pedazos de roca desmenuzada sobre la que marchábamos era de casi 300 toesas de altura [casi 600 metros] y 80 [casi 160 metros] de ancho. Esta era una parte de la montaña derrumbada, con piedras semifundidas y escorificadas en los bordes, mezcladas con arena y piedra pómez. Llegamos a un piso con 50º-60º de desnivel. Eso nos hizo recordar el pan de azúcar del pico del Teide. A veces se desliza uno hacia atrás más de lo que adelanta, pero aquí al menos se hacía pie de nuevo en las piedras caídas. En el pico del Teide sería imposible alcanzar la cumbre sin la ayuda de esas rocas escoriadas y vitrificadas de las que uno puede agarrarse con las manos. Nos encontrábamos por encima de las nieves eternas y de ese modo más arriba que cualquier mortal hubiera estado antes de nosotros. En conjunto no era el frío lo que nos acosaba sino más bien el exceso de luz. Los rayos de sol poseen en las regiones de alta montaña un efecto difícilmente explicable sobre nuestro sistema nervioso. Ya en Montserrat sentí sus consecuencias. Las más fuertes olas de calor en Cumaná o Cartagena no debilitan y cansan tanto comparadas con la sensación de agotamiento cuando como en Antisana el sol está en su cenit sobre un lugar a una altura de más de mil 500 toesas [más de tres mil metros] y no hay una sola nube que mitigue los rayos de ese astro. Los habitantes de Quito y de Santafé de Bogotá son de la opinión, cuando juzgan sus efectos, de que el sol es allí muy caliente. ¡Para nada en absoluto! Cuando el termómetro señala allí 14º a la sombra, expuesto a sol sube apenas a los 17º-18º. Por consiguiente no es un efecto del calor sino la inmediata repercusión de la luz, que se debilita poco cuando atraviesa capas de aire enrarecido y que es tanto más fuerte cuando el astro resplandeciente, como en el Ecuador, deja caer sus rayos en perpendicular.

[Es más famosa la ascensión al Chimborazo, tenido entonces por la montaña más alta del planeta y en la que Humboldt & Co. escalaron hasta la mayor altura alcanzable, pero su primer récord mundial de altitud lo consiguieron en el Antisana.]

Demografía indígena

Los misioneros han observado que las indígenas que no viven a orillas de los ríos y que tienen poca agua son más fértiles que las ribereñas. Creen, con razón, que el eterno y temprano baño (frío) debilita a las hembras. En El Pilar, con dos mil habitantes, se dan 200 nacimientos, lo que hace un nacimiento por cada 10 [habitantes]. En el Alto Orinoco las hembras se esterilizan por medio de hierbas, para disfrutar ellas y no tener que soportar las incomodidades de los niños. Así todas las indígenas. En Otaheiti (Tahití) existen comunidades de hembras que abortan todos sus embarazos. En el Alto Orinoco, y en todas partes donde los indígenas están más apegados a sus viejas costumbres, nunca se ven mellizos.

[La corrección política me haría traducir “mujeres” y no “hembras”, pero ni modo, Humboldt escribe “Weiber” y no “Frauen”.]

 

Olor*

El olor de los negros en la zona caliente es indescriptiblemente fuerte, en especial en el aire frío del crepúsculo, donde todos los aromas (al igual que en las flores) se espesan. Un grupo de negros desnudos de seis-ocho personas se huele a más de 15 pies de distancia, y la capa de aire por donde cruza el grupo conserva el olor tres-cuatro minutos. […] Si la atmósfera de los negros es más insoportable que aquella en que se envuelven los provenzales cebollófagos, lo dejo sin decidir. El olor de los negros tiene algo de un fuerte bismuto, casi como el olor de una serpiente: las cebollas digeridas y que se transpiran (un gas cebolláceo) tienen un indescriptible olor más repugnante y más dulce. Las cebollas exhalan hydrogène sulphureux, pero el gas cebolláceo es muy distinto al del azufre. (Los mulatos tienen —aunque no todos— todavía mucho del olor de los negros). La gente de la Provenza es tan interesante a causa de la sencillez de sus costumbres, su alegre despreocupación, su severa pobreza, etcétera, pero ¿quién se puede aproximar a esa atmósfera acebollada? ¿Habrá una transpiración que huela a pan?

[Aquí la corrección política me llevaría a decir “afroamericanos”, en vez de “negros”, pero es que Humboldt dice “negros” y el eufemismo afroamericano no se había inventado aún.]

 

Idiomas y más idiomas*

Sobre los idiomas completamente distintos que se hablan en la provincia de Maynas. El idioma ticuna, aproximadamente igual al peba. El cahuachí. El camaurí, el yahua, el cameo. El yquita. El omaqua, lo mismo que el cocama y el cocamilla. El yurimagua. El mayuruna, el vranina, el pano. El pinche. El pagua. El simigae, el andoa. El cahuapana, el aysuar, el geveno, el cutinana. El aunala, el muniche. El chamicuna. A estos se los llama “idiomas bárbaros” en comparación con el ynga [quechua], el idioma culto. ¡Así es que aquí nombro al menos 22 idiomas de entre ocho mil 900! De este modo hay que juzgar la variedad de idiomas que existen en toda Sudamérica, y que son entre sí más distintos que el griego del alemán. ¿No poseía Alemania en los tiempos de Tácito la misma variedad de diferentes idiomas?

[La enumeración de los idiomas suena tan lírica como el extraordinario poema que Unamuno le dedicó a los topónimos castellanos, aquel que termina diciendo: “…Turégano, Zaragoza,/ Lérida, Zamarramala,/ Arrancudiaga, Zamora./ Sois nombres de cuerpo entero,/ libres, propios, los de nómina,/ el tuétano intraducible/ de nuestra lengua española”. Neruda se lo plagiaría años después, sólo que hinchando el perro.]

 

Amujerados*

En el canal de Santa Bárbara construyen los indígenas grandes casas en forma piramidal, pueblos enteros. Son muy hospitalarios y buenos. El señor Costanzo vio entre ellos hombres adornados como mujeres, que vivían con ellos y eran respetados por todos. No se puede entender lo que esto signifique. ¿Es esto pederastia, como en Nueva Granada, o se trata de sacerdotes? ¿O son locos que se parecen a aquellos que en México llaman “amujerados”, que creen que son mujeres, cuyas costumbres, voces y melindres imitan?, ¡sin que se sepa con seguridad si esa locura los conduce al vicio napolitano!

[Sugestivo este texto, sabiendo, como sabemos ahora, que Humboldt dizque era homosexual. Y un nuevo prejuicio que desconocía, por lo que se refiere a Nápoles.]

 

La Ciudad de México

No hay en toda Europa una ciudad que en general sea más hermosa que México. Esta ciudad posee la elegancia, la regularidad, la uniformidad de los bellos edificios de Turín o Milán, de los bellos barrios de París o Berlín. Todas las calles están trazadas a cordel y son muy anchas, todas las del este al oeste o del norte al sur. A ambos lados hay hermosas aceras para los transeúntes, todas ellas de piedra tallada, una obra del conde Revillagigedo, que renovó México y como todos los hombres virtuosos tuvo que pagarlo con persecuciones de las que se libró no sin apuros. Él fue quien puso orden en la gran plaza, en la que entonces había cabañas indígenas en medio de numerosos puestos donde se vendía fruta. La basura y el desorden, el estado por completo caótico de esta gran plaza, que antaño tan ordenada estuvo (véanse las relaciones de Cortés), serían imposibles de describir. Basta citar el ejemplo de aquel joven indígena de 27 años a quien se encontró en una de esas cabañas, que no conocía a sus padres ni había abandonado nunca la plaza, donde se alimentaba de las frutas que le echaban. ¡Era un salvaje que vivía enfrente de una universidad española en el centro de una gran ciudad!

[A este Robinson Crusoe de tierra adentro lo he venido a conocer gracias al diario de Humboldt.]

 

El encuentro con el tigre*

Un espeluznante suceso que todavía por mucho tiempo ocupará mi imaginación. Más abajo de la Vuelta del Algodonal, donde pasamos el mediodía en medio de un terrible desierto de arena (una parte del lecho seco del río), la curiosidad me llevó a observar, alejándome de mis acompañantes, a unos cocodrilos que dormían por allá cerca. Fui solo, sin armas, siguiendo la línea de la playa. Casualmente me incliné para mirar una mica en la arena. Vi cerca de mí pisadas recientes de un tigre, zarpas fácilmente reconocibles. Miré mecánicamente el rastro, y a unos 30 pasos distante de mí, un poco a la derecha, vi un poderoso tigre a la sombra de un seto de agaves. Me estremecí, pero no perdí los ánimos. Como siempre en casos de gran peligro me sentí por completo a merced del destino, abandonándome a él. Recuerdo claramente que mi sentimiento interno me decía no seas cobarde, esta vez se acabó todo para ti. El segundo sentimiento fue, si puedes salvarte, no corras. Me volteé presuroso y fui retrocediendo lentamente a lo largo de la orilla, me obligué a ir despacio, quería hacerlo, pero el temor al terrible felino me tenía muy tenso. Después de cinco-seis minutos me pareció que no era peligroso mirar hacia atrás. El tigre, bien alimentado, continuaba como antes, mayestático bajo el techo de follaje, contemplando fijamente el río y sin dignarse mirarme. Así tranquilizado me di prisa por seguir. Cuando volví a mirar desde donde el río hacía una ensenada, el tigre había abandonado su puesto, probablemente a causa de los gritos de unos monos que se oían muy dentro de la selva. ¡Si corría o gritaba del susto, estaba yo perdido! Fuimos luego con los fusiles y todos los indígenas en busca del tigre, pero ya no lo encontramos. ¡Y es así como me he librado hasta hoy de las fauces del tigre!

[Este fragmento hubiera hecho las delicias de Borges y lo habría incluido, estoy seguro, en su antología, al alimón con Bioy Casares, Cuentos breves y extraordinarios. ¿Se imaginan la pérdida para la ciencia si el tigre hubiese venteado la presencia de Humboldt? Y dicho sea de paso: en América no hay tigres, lo que Humboldt debe haber visto es un puma.]

FUENTE: nexos