EDITORIAL: La burocracia de los monopolios mexicanos

En México el problema no es que el gobierno se quiera administrar como las grandes empresas privadas, sino que las grandes empresas privadas se administran como si fueran una dependencia de gobierno.

Un monopolio como Telcel opera ante sus clientes como oficina burocrática. Si se cruza la línea de la queja por un cobro excesivo o injustificado, sus empleados son tan tajantes y abusivos como cualquier burócrata estatal. Los contratos que hacen firmar al cliente son tan arbitrarios como los de una paraestatal.

La causa es simple. Telcel no funciona con buenas opciones de oferta de mercado, porque no las ocupa: ni sus empleados y menos su dueño buscan la motivación del beneficio. Ganan contratos con o sin la satisfacción del cliente. No les importamos. Por eso añaden costos ocultos y leoninos a los estados de cuenta, absurdos y unilaterales.

Las quejas de los usuarios contra Telcel se han distorsionado tanto que usamos términos de denuncia propios de una mala gestión burocrática. En México se confunden paraestatales con empresas monopólicas. En la práctica operan bajo rasgos comunes. Ambas adoptan una misma organización burocrática.

Dado que Telcel obtiene utilidades de múltiples formas, legales o ilegales, pierde el incentivo de reducir sus costos, de trabajar con el mayor rendimiento posible y al más bajo precio. Al mismo tiempo le vale madre mejorar su cadena de producción. Gana porque gana.

La opinión pública suele cargar sus tintas (y con razón) contra este tipo de empresas monopólicas. En realidad el culpable es el Estado que le otorgó la licencia, el permiso o la concesión para ese servicio.

La innovación, las buenas prácticas, están en otro lado, no en Telcel ni en el gobierno. Para esta empresa monopólica como para toda paraestatal, el sometimiento a la costumbre y a la tradición es la primera de las virtudes. Para el usuario es el mismo viacrucis eterno.