EDITORIAL: ¿Qué tanto puede hacer AMLO para mejorar la economía?

Yo me mantengo con un restaurante. Produzco bienes para el mercado. Vendo bebidas y alimentos preparados. Obvio decir que mis ingresos dependen de mis ventas: los clientes están dispuestos a pagar voluntariamente por adquirir esos bienes.

Para dar un buen servicio, tengo que decidir continuamente en qué parte de mi línea de producción asignó un segmento de mis utilidades. Reclutar más meseros, mejorar la cocina. comprar un equipo de audio más sofisticado, etcétera.

Estas decisiones no las tomo arbitrariamente. Son resultado de mis cálculos de costo-beneficio. Dependen de mis pérdidas y ganancias y del feedback que recibo de mis clientes: qué platillos les agradan más, qué cocteles no prefieren y debo eliminar, qué ambientación es la adecuada.

Esta retroalimentación con la gente me da pistas para saber si mis “inputs” para producir los bienes que vendo, son caros o baratos. Si voy bien o voy mal en la asignación de recursos que destino a determinada parte de mi línea de producción en vez de otra. Esta información me la da el sistema de precios del mercado, un comparativo que me ofrecen comercios similares al mío. Es lo que en el mundo de los negocios se conoce como benchmarking.

A diferencia mía, el gobierno no vende bienes ni servicios en un mercado de competencia. De hecho, el gobierno no produce nada. Sus recursos los obtiene con impuestos o endeudándose. No tiene de otra.

De manera que el gobierno carece de la información que ofrece el mercado, de feedback, de retroalimentación que brinda la venta de bienes o servicios, y los cálculos de pérdidas y ganancias. Si sus “inputs” son muy caros, si sus servicios pudieran ser más eficientes, si son los que la gente más ocupa, eso no puede saberlo realmente. Por lo tanto no tiene tan claro qué rubros priorizar en la asignación de recursos, o cuáles tienen más urgencia que otros. Esas decisiones, en el fondo, las toma a partir de puras corazonadas. En realidad no cuenta con benchmarking, sino con escuelas de pensamiento económico cuyas recetas de prosperidad son a veces opuestas, antagónicas.

Nadie sabe si de verdad la prioridad para la gente es construir un aeropuerto nuevo, promover educación de calidad o regalar a las personas de la tercera edad dinero contante y sonante. No hay dinero que alcance para todo. Siempre la economía nacional consiste en administrar la escasez. Y nadie puede precisar a ciencia cierta si los servicios que nos suministra el gobierno son los que la gente realmente más necesita.

Por eso, a falta de información, de feedback, los políticos gobiernan mediante corazonadas, principios ideológicos, instinto que ellos creen infalible. Así quieren convencernos de que hay que ejercer cada vez más recursos federales para quién sabe qué rubros exactamente.

Por supuesto, si a los clientes de mi establecimiento comercial les doy gato por liebre, si los bienes que les vendo no colman sus expectativas, no volverán y podría irme a la quiebra. Pero el gobierno nunca sufrirá ese riesgo: no podrá irse nunca a la quiebra aunque los bienes y servicios que brinde no colmen las expectativas mínimas.

Los políticos se quejan porque los ciudadanos son muy severos con ellos. No les gusta mucho la rendición de cuentas. Pero lo cierto es que los usuario de los servicios públicos son, por lo general, muy indulgentes con su gobierno, como no lo son al adquirir cualquier bien en un comercio donde ponemos nuestra cara más exigente. Ahí y no en otra parte reside la fuente de nuestras desgracias sociales.