Ganar el futuro

La historia de la humanidad es, en gran medida, la historia de la migración. Desde los primeros grupos que salieron de África hace más de 60 mil años, hasta las grandes oleadas europeas de los siglos XIX y XX rumbo a América, los movimientos humanos han moldeado el mundo como lo conocemos. 

Conviene distinguir dos conceptos que a veces se confunden: migrantes y refugiados. El migrante es quien se desplaza de un país a otro por razones económicas, educativas o familiares. El refugiado, en cambio, es quien se ve obligado a huir para salvar su vida: persecuciones políticas, conflictos armados o crisis humanitarias. 

Hoy, según datos recientes de organismos multilaterales, más de 280 millones de personas viven fuera de su país de origen, lo que equivale a casi el 4% de la población mundial. De ellas, alrededor de 36 millones son refugiados y solicitantes de asilo. Aunque la migración ha sido la constante en la historia de la humanidad, nunca antes habían surgido discursos tan cargados de temor y xenofobia.

El error de esas posturas radica en que ignoran una verdad irrefutable: las naciones más exitosas del planeta se han construido gracias a la inmigración, no a pesar de ella. Estados Unidos —ejemplo emblemático— es potencia mundial precisamente porque durante generaciones recibió talento, trabajo, creatividad y diversidad provenientes de todos los rincones del mundo. Su fuerza no es homogénea, sino plural.

El mismo patrón se repite: a los países que prosperan, todos quieren llegar; de los que fracasan, todos quieren salir. Venezuela y Cuba, atrapados en modelos económicos que asfixian la iniciativa individual y restringen libertades, han expulsado a millones. En contraste, las economías abiertas, democráticas y dinámicas atraen flujos constantes de personas que desean aportar y progresar. 

En economía se dice que toda oferta crea su propia demanda. Algo similar ocurre en el mercado laboral: los empleos no son un número fijo. La presencia de migrantes no “quita” puestos laborales; al contrario, impulsa nuevos sectores, incrementa el consumo, genera inversión y amplía la derrama económica. Cada persona que llega no solo busca trabajo: también adquiere alimentos, renta vivienda, usa transporte, contrata servicios. Esa demanda activa cadenas productivas completas.

Los estudios son contundentes: los migrantes trabajan más, emprenden más y delinquen menos que la población nativa. Y cuando se integran, dinamizan la innovación, sostienen sistemas de pensiones y ayudan a equilibrar sociedades que envejecen.

Por eso, más que temerles, deberíamos reconocer lo que realmente representan: motor económico, diversidad cultural y un montón de oportunidades para nuevos negocios. Combatir la xenofobia no es solo un asunto moral y humanitario; es también una razón de desarrollo. Ningún país se vuelve grande cerrándose al mundo.

La migración seguirá siendo parte de nuestra historia. No la veamos como amenaza, sino como la oportunidad que es. La experiencia universal apunta que cuando una sociedad abre la puerta, gana mucho más de lo que pudiera perder: gana el futuro.