Mujeres en el movimiento insurgente; la «seducción» de la Patria

La historia oficial está en deuda con las mujeres que participaron en el movimiento independentista, pues no aparecen como heroínas pese a que aprendieron a usar las armas sin temor a morir, según se desprende del trabajo de las historiadoras Priscila Guadalupe Carrillo y Claudia Gamiño Estrada.

La historia oficial está en deuda con las mujeres que participaron en el movimiento independentista, pues no aparecen como heroínas pese a que aprendieron a usar las armas sin temor a morir, según se desprende del trabajo de las historiadoras Priscila Guadalupe Carrillo y Claudia Gamiño Estrada. En este texto, ambas reflexionan sobre el papel de la mujer y las represalias que padecieron en el contexto insurgente. 

GUADALAJARA, Jal. (apro).- Durante la guerra de Independencia las mujeres jugaron un papel relevante para la causa insurgente; sin miedo a morir, aprendieron a usar armas blancas y de fuego, aunque nunca obtuvieron el reconocimiento de heroínas, pese a su contribución.

La historiadora Priscila Guadalupe Macías Carrillo afirma que la causa insurgente promovió la participación femenina no sólo para tomar las armas, sino para usar sus atributos físicos para seducir a la tropa –incluyendo favores sexuales– o convertirse en espías, bajo el riesgo de ser fusiladas o que su familia perdiera la honra.

Los realistas, para contrarrestar la participación de la mujer en la guerra, otorgaron reconocimientos públicos, como una medalla de oro con el busto de Fernando VII, para las que pudieron acreditar “en debida forma y con hechos positivos su fidelidad” al rey.

No existe un dato sobre cuántas medallas fueron entregadas, sólo hay información de que en las guerras de los virreinatos de Sudamérica se ofreció la misma recompensa.

Procesos contra las mujeres

Tras una investigación de cinco años en el archivo criminal de la Real Audiencia, sobre los procesos que se abrieron contra mujeres insurgentes en Jalisco –en esa época era el territorio de Nueva Galicia–, la historiadora Priscila Macías encontró que las insurgentes fueron acusadas del “delito de seducción”, y que, por tanto, fueron sentenciadas a muerte.

También hubo situaciones en las cuales las mujeres se disfrazaban para pasar inadvertidas a la tropa. Quienes elegían esa táctica para imitar las “acciones de ciertos personajes masculinos, se ganaban el respeto de los hombres que las rodeaban. En otras situaciones el recurso era utilizado para esconder su identidad y evitar ataques de la tropa”.

Un caso notable fue el de María Guadalupe Alvarado, quien radicaba en Guadalajara con su esposo, Francisco Araujo. Ambos fueron capturados en la Batalla del Puente de Calderón, y acusados de servir como cirujanos de los insurgentes.

En su defensa, María dijo que “cuando Hidalgo dominó por la fuerza en esta ciudad, nombró a mi marido para segundo cirujano del Ejército”, se vio obligado a unirse a su regimiento, y “yo, en la necesidad de acompañarle por no quedar desamparada y sin protección en una tierra que para mí es extraña”.

La acusada justificó que se vistió de soldado con el uniforme de su marido, para caminar con seguridad y evitar insultos de la tropa. María fue recluida en la Casa de Recogidas de Guadalajara, acusada de insurgente. Se desconoce si consiguió el indulto. La investigadora destacó que en esa época una mujer con conocimientos médicos era algo extraordinario.

Priscila Macías, también integrante del departamento de Estudios Históricos de la Arquidiócesis de Guadalajara, expuso que el travestismo era un acto de supervivencia para la mujer y, al mismo tiempo, indica que las mujeres se veían a sí mismas “como una extensión de los hombres”, y que asumían como algo natural “su condición de inferioridad para justificar la necesidad de ser protegidas”.

En su investigación también encontró que Gertrudis Palomera, Marcelina Chacón y María Eustaquia Tapia, de Tamazula, fueron acusadas por el delito de seducción e inculpadas de ayudar en las “maldades” a los rebeldes.

“La adjetivación de ‘mala’ tenía una connotación sexual y manchaba la reputación de todas las que vivían ahí. El proceso duró aproximadamente tres años, tiempo en el cual todas las acusadas permanecieron en la Casa de Recogidas”, refiere Macías.

Todas las detenidas consiguieron su libertad, excepto María Tapia, quien murió en la prisión antes de concluir su proceso.

Usadas por los realistas

Otros casos son los de Juliana de la Cerda y Antonia Barreda, del pueblo de Portezuelo, quienes fueron detenidas sólo para capturar a sus esposos.

En 1816, De la Cerda declaró ante la autoridad que “en verdad no encuentro otro delito en mi conciencia que ser mujer de un delincuente”, según se lee en el archivo.

Macías dice que “este tipo de confesiones se repiten en diferentes lugares”. Destaca la hecha por Rita Pérez Franco, esposa de Pedro Moreno, uno de los líderes insurgentes más importante de la región.

Ella fue encarcelada junto con sus hijos más pequeños para que revelara dónde estaba su esposo o para obligarlo a que renunciara a la causa independentista.

Rita Pérez, en su defensa, expuso ante el tribunal que su único delito era “ser su mujer” y por “derecho divino, debía sujetarme a él (…) a más de que por la sociedad y amor conyugal, por la subsistencia de mis inocentes queridos hijos y por la mía”.

Macías comenta que, aunque Rita Pérez sí tomó las armas, la estatua de ella en la Rotonda de los Jaliscienses Ilustres es una madre con un bebé en brazos, mientras que la de su esposo muestra un sable desenvainado.

“Esto habla de cómo era la imagen de una mujer mexicana de mediados del siglo XIX, que debía dedicarse a criar y procrear”, señaló.

Una estrategia similar de defensa utilizó la indígena y vecina de Zapotlán El Grande, Serafina Morfín, esposa de Calixto Cárdenas, quien formó parte de la gavilla rebelde de Autlán y Tomatlán.

Serafina subrayó ante la autoridad que, si su marido se fue con los insurgentes y por eso se le considera delincuente, “yo no puedo haber cooperado, ni tenido participación alguna en esto, tanto por mi sexo, educación y poca edad”, sin dejar a un lado que Calixto ha tenido poco aprecio por ella, y, en consecuencia, no tiene “correlación alguna conmigo”.

Macías concluye que las evidencias históricas demuestran que las mujeres “lograron resignificar el discurso proteccionista de la época, y utilizarlo como estrategia para salvar su vida o conseguir su libertad, hubieran sido insurgentes y conscientes de la causa o no”.

Al finalizar la Guerra de Independencia, las mujeres que tomaron las armas fueron olvidadas y las que participaron de otras maneras regresaron a sus hogares para seguir desempeñando su rol reproductivo de madres y esposas, pero, “gracias a las nuevas investigaciones históricas, se han rescatado las vivencias de estas mujeres que nos permiten reinterpretar y reescribir nuestra historia nacional”.

Esclavas

La doctora y profesora de la maestría en historia de México de la Universidad de Guadalajara, Claudia Gamiño Estrada, realizó una investigación durante cuatro años en los archivos judiciales sobre la condición de la esclavitud femenina en la Nueva Galicia.

La investigadora encontró que las quejas interpuestas ante la Audiencia de la Nueva Galicia radicaban sobre las condiciones en las cuales vivían las esclavas, en su mayoría analfabetas, y que buscaban obtener su libertad o denunciar los malos tratos (incluyendo violaciones) que padecían.

Entre los argumentos que vertían los amos ante la audiencia para negar la libertad a las mujeres era su “mala conducta”, mientras que ellas acusaban que habían permitido ser violadas a cambio de obtener su libertad, o, en otros casos, por la promesa de matrimonio.

En la mayoría de los casos, una vez consumado el acto, los dueños ponían pretextos para incumplir la promesa y las seguían usando. Otros ejercían violencia física, no les daban alimento ni ropa.

Sin embargo, pese a que se consideraban propiedad de quienes las habían adquirido, las esclavas podían denunciar ante la audiencia que se encontraban en situación de indefensión y extrema vulnerabilidad.

En 1791, un caso ventilado ante la audiencia fue el de María Dolores Morán, quien pidió la libertad para ella y sus tres hijas. Dolores era esclava de Ramón Galarza y se quejó de que el sobrino de su dueño, José Antonio Morán, violó su integridad con la promesa de que se casaría con ella y le conseguiría la libertad.

Dolores reveló que durante siete años mantuvo una relación ilícita con Antonio, producto de ella tuvo tres hijas. El hombre incumplió su promesa de matrimonio debido a que el párroco de Teocaltiche no lo autorizó por la desigualdad social entre ambos. Él se casó con Antonia de Alba, una mujer de su “mismo nivel” económico, y no le dio la libertad a Dolores como había prometido.

El teniente de Teocaltiche desestimó el testimonio de Dolores e, incluso, dijo que no se podría asegurar que sus hijas fueran de Antonio, porque él antes de que nacieran ya estaba casado. “Como si el matrimonio fuera un impedimento para relacionarse con la esclava”, comenta la académica.

A Dolores se le acusó de ser una mujer pública, descarriada, escandalosa y libertina, y el teniente aseguró que sus hijas eran de un padre distinto. Durante el proceso Antonio afirmó que sólo se involucró con Dolores una sola vez, y después hizo caso al párroco. Dolores ni sus hijas obtuvieron su libertad.

Código de negros

Otras esclavas que intentaron obtener su libertad bajo el argumento de que recibían violencia física fueron María Paula Saavedra y su hija María Dolores, quienes se fugaron de la casa de su amo, Luis Navarro. En 1819 las mujeres huyeron de Tepatitlán para acudir a Guadalajara ante la audiencia y quejarse de los latigazos que les dio su amo por “alcahuetas” de Luisa, sobrina de su amo, quien tenía como pretendiente al soldado raso Ignacio Luna.

Paula señaló que su amo les había dado más de 100 azotes a cada una, por lo que durante más de 15 días durmieron boca abajo, y pidieron ser valuadas para cambiar de dueño, puesto que las reales instrucciones planteaban que los amos deberían tratar con piedad a los esclavos.

En ese tiempo estaba vigente el Código de Negros –publicado por primera vez a final del siglo XVIII–, el cual autorizaba corregir a los esclavos mediante azotes, pero no debían ser más de 25, ni causarles contusiones graves y efusión de sangre. Eso sí, el castigo tenía que ser por una causa justa. En el archivo consultado, ningún dueño de esclavos fue sancionado por incumplir el código.

Paula en su defensa presentó como testigos a José Teodoro Villalobos y a la madre de éste, Francisca Rodríguez, dueños del mesón de La Merced, sitio donde las esclavas pidieron posada al llegar a Guadalajara. Ambos aseveraron que tenían verdugones en las espaldas, y cerdas del cabestro con que las azotaron pegadas en las heridas.

En su defensa, Luis Navarro dijo que el castigo fue justo puesto que las esclavas “seducían” a su sobrina en detrimento de las familias, y que incluso encontró al seductor Luna acechando a su sobrina en la ventana. Por ese motivo refirió Luis que era su deber corregir a las esclavas, aceptó que lo hizo sin rigor y sevicia, pero si no lo hacía así, los criados podrían cometer actos de insubordinación.

La autoridad hizo un avalúo de Paula para ser vendida junto con sus tres hijos a otro dueño, en 165 pesos. Pasó un mes sin que encontrara un nuevo amo, por lo que la defensa de Luis Navarro pidió que se vendieran por separado, ya que la familia de la esclava no importaba, la única relevante era la familia de los hacendados.

Las esclavas y su familia tenían la opción de pagar por su propia libertad, pero no siempre lo conseguían, puesto que los posesionarios interponían cualquier tipo de retraso o estrategia para mantenerlas bajo su servicio.

En ese sentido, en 1807, Máxima y Severina, esclavas de Manuel Vallejo, reclamaron ante la audiencia que habían acordado un pago por 125 pesos a cambio de su libertad, pero se no respetó el trato.

Tenían 22 meses laborando; a Máxima se le pagaron cinco pesos al mes y a Severina tres pesos. El amo argumentó que habían ganado menos. Un año atrás, ambas habían acudido a la misma autoridad a solicitar su libertad puesto que la viuda de su dueño, María Pérez de Ledón, las había puesto en la Casa de Recogidas, y fueron vendidas a Manuel Vallejo con quien esperaban obtener su libertad.

Otros documentos a los que tuvo acceso la doctora Gamiño están relacionados con el proceso de Independencia y las proclamas de Miguel Hidalgo en Guadalajara. Muestra de ello es que la audiencia en 1813 resolvió el caso del presbítero José María Aguilera. Éste tenía una esclava, María Josefa Topete, quien declaró que se dio a la fuga junto con sus hijos por los malos tratos que sufrían.

Sin embargo, el presbítero se quejó que ella hacía “malas gordas” y tras regresar a solicitarle “con mucho orgullo su papel de libertad por el ilegal bando que se publicó en esta ciudad de orden del caudillo de la insurrección, el excura Hidalgo, y echándola yo a pasear como era justo, no le volví a ver la cara” hasta agosto de 1812 en que por orden del coronel Manuel del Río “me la trajeron, y parida”, por lo que decidió llevarla a la Casa de Recogidas “para que se escarmentase de sus pecaminosos modos de vivir, ahí la mantuve un mes”.

La doctora Gamiño refiere que en este caso llama la atención “la presencia del bando insurrecto que proclama la abolición de la esclavitud. El documento fue remitido a las autoridades correspondientes porque se presentó primeramente al vicario general del obispado, que tenía que definir”.

La documentación que revisó data desde 1686 hasta 1821 y se encuentra resguardada en la biblioteca pública Juan José Arreola.

Con la investigación que realizó, la doctora Gamiño agregó que hasta 1821 fue “posible documentar que las mujeres mantenían una condición de segregación y siguieron resistiendo y luchando para conseguir su libertad”.

El Economista