Viejos de Monterrey

La diferencia de un asilo con la sala de recepción de un dentista era que los viejos se quedaban varios años en esa pausa incómoda antes de cruzar la puerta para ponerse en posición horizontal. 

Los asilos eran guarida, refugio, búnker antinuclear. Y en el fondo, prisión preventiva. Las cosas como son. A los viejos del asilo los condenaban al encierro por tanto vivir; como si acumular años fuera crimen de lesa humanidad.

La modernidad trajo consigo los asilos como dormitorio. Los ancianos (si cuentan con pensión modalidad 40, o con ahorros, o con parentela generosa) salen a las calles, pasean por los parques, merodean en el HEB. Y no sonríen por no mostrar la dentadura postiza.

Los más osados entran al bar y vuelven anocheciendo a los dormitorios, ebrios de felicidad etílica. 

Otra modalidad es la contraria: el anciano duerme en su casa (los que tienen casa, que cada vez son menos) y van a despejarse a los centros de reposo. 

Loa viejos juegan ajedrez, se quedan frecuentemente sin pareja del dominó, le dan consejos (en ausencia) a Gignac, resuelven la crisis del agua pero no hay nadie que grabe sus infalibles remedios hídricos.

Algunos suponen que la variedad del asilo flexible es reciente pero son mentiras. El Manolín, los Vips, el Al y el Palax eran asilos disfrazados. 

En el Sanborns rondaban los únicos fantasmas con guayabera. Olía a café de refill y a meseras / enfermeras. La propina se ganaba escuchando imitaciones de don Alfonso: aquella voz grave profetizando sequías. 

Ahora, los viejos se han puesto creativos. Ya se modernizan. Culpa del Internet y del Facebook y los periódicos en línea que se leen sin anteojos. Usan las mesas de café en Soriana para resolver la crisis del agua. 

Suelen tener horario de oficina: a cierta hora llegan y a cierta hora fija se van. Algunos no regresan al día siguiente. Otro viejo lo relevará en la silla. Si no ves a nadie que los releve, entonces no te extrañe que el viejo seas tú. 

Para los viejos el mayor invento de la historia son las escaleras eléctricas. Con este artilugio de la magia tecnológica no llegarán nunca al cielo pero sí se arriman un rato a las alturas, donde todos queremos terminar pero no tan pronto. 

Se valora de más a los jóvenes, a las vidas incipientes, a quienes son proyectos albos, promesas por cumplir y sueños remotos. 

Se valora menos la vida realizada, el trabajo consumado, la jubilación rotunda, lo que ya es rescoldo con memoria y no principio incierto. 

Los viejos (casi todos) son la prueba categórica de que Santa Teresa, como siempre, tenía razón: “a la hora de nuestra muerte nos calificarán en el amor”.