En las entrañas de Coahuila
“Pino”, como lo conocen sus familiares y amigos, había logrado pensionarse después de trabajar desde los 14 años en los pozos de carbón, pero su vida en el retiro le resultaba aburrida y volvió para hacer lo que mejor sabe y más le gusta: arrancar mineral negro de las profundidades de la tierra. A los 20 años quiso probar suerte en los Estados Unidos pero fue deportado; de nueva cuenta la minería marcaría su destino. Jaime Montelongo tiene 61 años y, salvo por su frustrado intento de ganar billetes verdes, siempre ha estado en el mismo lugar; allá en donde el calor sofocante templa el espíritu y el paisaje se ve interrumpido por curiosas estructuras de madera que dan cuenta de la existencia de un tiro vertical, de esos a los que con un dejo de inocencia se les llama “pocitos”. La existencia de Jaime, como la de muchos, esta indisolublemente ligada al carbón. Cuando los mineros penetran al suelo perforado por la mano del hombre no saben si regresaran con los suyos; de cualquier manera entran. Hay bocas que alimentar aunque les vaya la vida en ello.
En la actualidad existen otras actividades productivas a las cuales dedicarse, pero en la región carbonífera coahuilense, la extracción del mineral permite acceder a unos cuantos pesos más. En los pozos se cobra por tonelada; no hay requisitos de ingreso ni permanencia, tampoco horarios fijos. Al inicio, la mayoría suele deslumbrarse con las referencias de los mayores: “en tres días sacas lo de una semana”, se escucha recurrentemente a quienes pretenden convencer a los demás de adentrarse a las honduras terrestres en la búsqueda del preciado mineral. De pronto, para ellos y sus familias, las posibilidades parecen infinitas; sin embargo, no todo lo que brilla es oro. En un buen día, los poceros – que trabajan siempre en pareja – llegan a extraer hasta 12 toneladas de carbón; por cada una de ellas se les paga en promedio 110 pesos a ambos. Haga usted las cuentas amable y única lectora.
Mientras esto narro, los días siguen transcurriendo; de “Pino” y sus compañeros nada sabemos aún. Las esperanzas comienzan a desvanecerse al tiempo que las veladoras continúan emitiendo una tímida luz tintineante. Sus familiares siguen ahí; exigen respuestas y en sus reclamos se muestra la desesperación. Han pasado 14 días desde que El Pinabete fue mudo testigo de los hechos. Las aguas que se habían acumulado tras largos años en una mina abandonada, inundaron las galerías del pozo en el que se trabajaba esa mañana. Pese a los esfuerzos, el líquido no ha cedido y desde aquel momento no se han encontrado las condiciones para el ingreso del personal de rescate.
Allá lo han vivido una y otra vez, pero no existe ser humano que pueda acostumbrarse a la tragedia. Desde la explosión de gas metano en la mina El Hondo, registrada en 1889, que cobró la vida de 300 hombres, hasta el derrumbe en la mina Micarán ubicada en la localidad de Rancherías de donde fueron rescatados los cuerpos sin vida de siete mineros en junio de 2021, pasando por la desgracia de Pasta de Conchos en el año 2006, los terribles incidentes siguen llenando las paginas de la historia que no quisiéramos reseñar. Refieren los enterados que de 1883 a 2017 (año en que concluyó el conteo) se han verificado al menos 310 eventos mortales relacionados con la explotación del carbón, con una cifra superior a los 3 mil decesos.
Aquí en confianza, el horror que ahora mismo se vive en Sabinas colocó de nuevo el dedo en la llaga. Del subsuelo coahuilense se obtiene el 99 por ciento del carbón que requiere la CFE, cuya operación constituye la base en la que se sostiene la llamada “soberanía energética” planteada por el Presidente de la República; sin embargo, la extracción del mineral en los tiros verticales sigue llevándose a cabo en condiciones por demás rústicas y sin la debida supervisión. El minero ingresa al pozo con la esperanza de arrebatar a la tierra una tonelada más de carbón; poco sabe de los hombres enfundados en trajes de diseñador que – sentados en mullidos sillones – planean el futuro que habrá de tener el producto de su inenarrable trabajo.
“Pino” estaba prácticamente fuera del tiro cuando se escucho el fuerte estruendo. Trató de avisar a los otros para que salieran, pero el radio solo emitía el ruido característico de la interferencia. “Voy a bajar para advertirles”, anunció a quienes se encontraban con él. No lo pensó dos veces, se instaló de nuevo en la cápsula de hierro y descendió por la estrecha cavidad. Nadie ha vuelto a verlo; fue en la búsqueda de sus nueve hermanos mineros y con ellos continúa atrapado en las entrañas de Coahuila.