El país de los políticos gorrones

México es el país de los gorrones. La gente celebra al espectador que se cuela sin pagar en las salas de cine, al usuario que no deposita la tarifa en el camión urbano, a la familia que pone “changos” en su casa para ahorrarse electricidad, al gorrón que cena en una boda sin ser invitado por los novios, al cliente que huye de un bar sin pagar la cuenta. Más jocoso será el individuo que se beneficia de un bien público pero que no está dispuesto a pagar por él: líderes sindicales que no aportan las cuotas a su central obrera (pero derrochan las de sus afiliados), directivos de la CFE que no pagan el consumo eléctrico en sus casas, los amigos del alcalde exentos del predial.

Tan común es el colado, el polizón, el vivales, que el compositor Chava Flores le dedicó una canción famosa: “Los gorrones”. ¿Pero qué pasa cuando el peor free-rider es el propio servidor público? ¿cuando el mayor vivales es un político? ¿cuando el polizón de un barco es el propio capitán del navío? Algunos teóricos suponen que el free-rider es un “fallo del mercado”, cuando en realidad es el principal “fallo del gobierno”. El alto jerarca gubernamental no suele pagar servicios básicos; un gobernador cuenta ahora con más de 100 agentes de seguridad personal, avión y helicóptero, vehículos blindados, decenas de asistentes a su servicio y al de su familia. Bienes públicos utilizados como bienes privados.

No es extraño el resultado de recientes encuestas a adolescentes mexicanos: 80% sueña con ingresar al servicio público, es decir, quiere ser político. El problema es también aspiracional: si todos quieren ser gorrones, nadie estará dispuesto a colaborar socialmente, pocos estarán dispuestos a pagar impuestos; les será más redituable formar parte de los abusivos. ¿Para qué correr riesgos como inversionista de un negocio privado, si como funcionario puede manejar discrecionalmente recursos públicos? Asistimos a la consagración del free-riders, o a la canonización secular de los gorrones.