El número total de nacimientos en Europa y en América Latina es cada vez más bajo, pero es solo un número. Si no lo relativizamos, no podremos interpretarlo.
Si lo comparamos con la población total, a través de la tasa bruta de natalidad, el resultado son valores cada vez más bajos. Pero como también se está reduciendo el número de mujeres en edad fértil, si lo medimos a través del índice sintético de fecundidad, nos da valores mayores a los de hace dos décadas.
Además, gozamos de mayor eficiencia reproductiva que en el pasado. Lo que MacInnes y Pérez Díaz (2009) denominan la revolución reproductiva nos ha conducido a que menores índices de fecundidad por mujer deriven en mayores volúmenes de población. Un menor número de hijos, pero con más medios para su cuidado y educación, lleva a una supervivencia mucho mayor y a un incremento notable de la esperanza de vida.
Una sociedad con mayores niveles educativos será también más productiva, por lo que el volumen de población activa necesario para garantizar la sostenibilidad de las pensiones será menor.
Asimismo, si se alarga la esperanza de vida, se llega con mejor salud a la vejez y se retrasan el resto de las etapas vitales. No resulta tampoco tan insensato retrasar la edad de jubilación y mantener activo un capital humano que puede aportar experiencia y conocimiento.
Por otro lado, ¿cómo establecer el número óptimo de nacimientos, tratándose de una decisión individual, un proyecto de vida que cada cual puede o debería poder elegir? Porque, aunque tradicionalmente la demografía ha situado en 2,1 el número de hijos por mujer necesario para que se produzca el reemplazo generacional, esa cifra no incorpora el impacto de las migraciones ni del incremento de la longevidad ni de los nuevos modelos familiares.
Es, por tanto, un valor discutible, como lo es considerar que una pérdida de población sea siempre negativa y, por ende, preocuparse más por la cantidad de habitantes que por la calidad de vida de dichos habitantes.
Vivimos mejor que nuestros antepasados
No nos percatamos de que gozamos de mejor calidad de vida que nuestros antepasados y que convertirse en sociedades envejecidas es el mayor logro demográfico de los países desarrollados.
La pirámide de población de amplia base de los países en vías de desarrollo recoge su pujante natalidad, pero también es el reflejo de una mortalidad por edades relativamente alta y de un marcado descenso de individuos entre una cohorte de edad y la siguiente.
Nuestras pirámides, bastante más alargadas y que han perdido hace tiempo su característica forma triangular, indican, por el contrario, un continuo incremento de la esperanza de vida.
Sin embargo, en lugar de destacar que los índices de supervivencia de las sucesivas generaciones son cada vez más positivos, los titulares periodísticos se centran en los efectos negativos del envejecimiento de la población y en la baja natalidad.
Aunque ampliamente compartida, presentar el bajo número de nacimientos como algo negativo no deja de ser una valoración subjetiva. Además, gran parte de las alarmas demográficas no se sostienen en fundamentos científicos, sino que se impregnan de ideologías políticas o religiosas que ponen a la familia como núcleo central de organización de la sociedad y otorgan a la mujer el rol de garante de la natalidad.
Nos enfrentamos a un cambio en el modelo reproductivo, no solo a nivel individual, sino también como sociedad, que consigue que la población siga creciendo a pesar de que la natalidad se reduzca.
Esa reducción se puede explicar en base al coste de oportunidad que supone tener hijos. En el pasado, tener una prole abundante significaba una probabilidad más alta de que sobreviviesen a la infancia en mayor número y pudiesen contribuir a edades tempranas a la economía familiar e, incluso, garantizasen el cuidado de los padres en la vejez.
El elevado coste económico de tener hijos
En la actualidad, las familias que deciden tener hijos se enfrentan a altos costes tanto económicos como medidos en términos de tiempo, lo que lleva a muchas de ellas a replantearse esa decisión.
Especialmente en el caso de las mujeres, la maternidad pasa factura. Son ellas quienes disfrutan en mayor medida de reducciones de la jornada laboral o de excedencias por cuidado de hijos o familiares. A medida que el número de hijos aumenta, presentan mayor probabilidad de abandonar el mercado laboral, reduciendo también su empleabilidad futura. Por esos y otros motivos, se retrasa la edad de la maternidad y con frecuencia no se tienen los hijos que se desean.
Ese hecho sí debería ser objeto de preocupación por parte de las políticas públicas. Políticas de igualdad que garanticen una sociedad más equitativa, políticas laborales que reduzcan la precariedad laboral y permitan la conciliación de la vida personal y laboral o políticas de vivienda que faciliten el acceso a la misma y favorezcan la emancipación temprana de los jóvenes tendrán una incidencia importante en la decisión de abordar la maternidad/paternidad.
En cambio, las políticas pronatalistas, que hacen un uso ideológico de las estadísticas demográficas, se muestran ineficientes en el fomento de la natalidad. Ayudas coyunturales y no progresivas como son los cheques bebes universales, aunque mejoren la situación de familias en situación de vulnerabilidad, no serán tampoco relevantes en la decisión reproductiva.
Probablemente, patrones de parentalidad compartida y una corresponsabilidad real contribuirán en mucha mayor medida a reducir la distancia existente entre expectativas y realidad reproductiva.
Una versión de este artículo fue publicada en la revista Campusa de la Universidad del País Vasco / Euskal Herriko Unibertsitatea.
Itzíar Aguado Moralejo, Profesora del Área de Geografía Humana. UPV/EHU, Universidad del País Vasco / Euskal Herriko Unibertsitatea
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.
El Economista