EDITORIAL: Fernando del Paso perdido en las catedrales del idioma

A Don Fernando del Paso le acababan de dar el Premio Cervantes 2015 y la FIL de Guadalajara le organizó una comida ese mismo año para agasajarlo. Ahí estaba el Premio FIL de Literatura en Lenguas Romances, Enrique Vila-Matas, quien recibía las felicitaciones de los invitados especiales con una altivez fuera de lugar, de colonizador español que se cree cristiano superior entre paganos. Más discreto en esa comida, tótem desbordante de alegría, pero sin resolverse a ser la celebridad indiscutible de la tarde, don Fernando no se le despegaba ni un centímetro a su mujer.

Pequeño, enjuto, ataviado con un traje blanco que le sentaba grande y una corbata de colores chillantes, don Fernando se empotraba en su silla de ruedas, como si fuera una atalaya desde donde espiar a los comensales. Pero cuando me acerqué a saludarlo, caí en la cuenta de que en esta ocasión, no reconocía a nadie, absorto en su ensimismamiento de risa congelada.

Le presumí que había leído una sola vez su novela Palinuro de México, que leí dos veces Noticias de un Imperio y que francamente no puede terminar la lectura de José Trigo. Y con la modestia que destina la demencia senil a ciertas mentes privilegiadas, me preguntó quién era el autor de esta última obra. Me reí nervioso, buscando la gota de malicia en sus ojos que delataran su ironía manifiesta. Sin embargo, sólo descubrí balbuceos en su voz y un semblante desorientado. Don Fernando no bromeaba: divagaba. Fue un lapsus linguae, probablemente.

Sin embargo, ¿cómo iba entonces a sortear el momento penoso en que tendría que agradecer a la FIL por la comida en su honor? Así, con todas sus letras, se lo pregunte a su esposa, Socorro. “Ni se apure; él siempre sale airoso de cualquier bache”, me respondió doña Socorrito, aplanándose los cabellos de la cabeza.

Recordé en ese instante la trayectoria vital de don Fernando del Paso, su faceta de locutor de la BBC de Londres, su incursión en la diplomacia, que usó más como beca que como carrera profesional (un hábito de nuestros mejores escritores nativos), su actualización del barroco novohispano, su capacidad para resucitar a Maximiliano y Carlota, y traerlos de nueva cuenta de Miramar a Chapultepec, su mítica Plaza de Santo Domingo y su muy personal movimiento del 68 como alusión literaria sobre una mesa de bisturí; su barbilla lampiña que con el paso de las décadas se tornó barba nívea, lánguida, rala y dispersa: un rabino secular que ha desterrado de su baño tijeras y navajas de afeitar.

Cierto día le pregunté al novelista regiomontano, Hugo Valdés, si de verdad había leído completa Noticias de un Imperio: “la leí tres veces, de corridito”, me aseguró. Hugo me ganó en la reiterada navegación  por las aguas procelosas de esa novela-océano y no tengo porqué dudarlo: Del Paso, aún en sus baches narrativos, siempre supo salir airoso. Era un virtuoso contador de historias que luego rellenaba de imágenes poéticas y de una peculiar retórica que fatigaba diccionarios y tratados de geografía, medicina e historia.

Cuando esa tarde de la comida organizada por la FIL de Guadalajara, el maestro de ceremonias le pidió a don Fernando que tomara el micrófono, se me quiso salir el alma del cuerpo. El escritor sacó una hojita arrugada de su saco blanco y se acomodó los lentes en el caballete de su nariz. Carraspeó varias veces y comenzó a balbucir palabras ininteligibles. Luego, los comensales caímos en la cuenta de que don Fernando no estaba dando su mensaje en español sino en otro idioma: en inglés. Cuando todos nos enteramos finalmente de esta conversión lingüística, el escritor concluía su discurso y volvía a agachar la cabeza sonriente, satisfecho de salir siempre airoso de los baches que  a veces nos impone la memoria, los bamboleos de la lucidez y otros enemigos aviesos. Descanse en paz don Fernando del Paso.