Jóvenes que se arrojan de un puente peatonal 

No tengo estadísticas a la mano, pero he leído cómo en estas últimas semanas se han incrementado los casos de suicidio en Nuevo León. 

Sobre todo, de jóvenes que se arrojan de puentes peatonales, de estaciones del metro y de pasos vehiculares elevados. Algunos de ellos han sido disuadidos para no atentar contra su vida. Otros sí cumplieron su propósito. 

Yo me tomo, por prescripción médica, un cuartito de cierto ansiolítico para poder conciliar el sueño. En suma, batallo para dormir. Antes de volverme tolerante a la sustancia activa, mi profesional médico me sustituye el medicamento. 

Hace días, salí a surtir una de estas recetas y recorrí varias farmacias infructuosamente. Resulta que hay desabasto de ansiolíticos en Monterrey. Ni modo, me tomé una tableta de melatonina sublingual y un té de valeriana. Santo remedio. Y creo que aplicaré este coctel casero de ahora en adelante. 

Sin embargo, me preocupa este desabasto de fármacos, no se si real o forzado, por las farmacéuticas. Y no tanto por mi caso (que no deja de ser secundario aunque el insomnio puede ser dañino y es de cuidado); me preocupo más bien por los pacientes de enfermedades mentales que, al menos por un par de semanas, no contarán con estos medicamentos que para algunos de ellos les marca la diferencia entre la vida y la muerte. 

Si a eso le sumamos que se han restado recursos federales para atender enfermedades mentales, el panorama en el sector salud no pinta nada bien en Nuevo León. 

Fuera de mi intención está correlacionar el incremento de casos de suicidio con el desabasto comercial de fármacos. Sería una imprudencia de mi parte vincular ambos hechos. 

Tampoco especularé sobre los motivos por los que más jóvenes se arrojan de los puentes, o recurren a diversas formas para acabar con su vida. La ansiedad y la depresión obedecen a un conflicto que el afectado no está pudiendo resolver y no es culpa ni de las series de televisión, ni de los videojuegos ni de las pésimas canciones de Bad Bunny. Las causas son más profundas y es materia de psiquiatras y psicólogos bien preparados. 

Quizá habría que explorar las verdaderas causas en una especie de síndrome post-pandémico, en recuerdos traumáticos, en abusos y violencia familiar, en la sensación de ser excluido socialmente, en la frustración por la estrechez económica o en un futuro laboral con bajas expectativas de paga y reconocimiento o alguna anomalía psíquica detonada por un ambiente hostil que les hace a estos muchachos levantarse con miedo cada mañana a lo que tendrán que enfrentarse ese día. Eso carcome la autoestima. 

Que opinen los especialistas. Pero que lo hagan ya. Porque los síntomas de ansiedad y depresión están creciendo a nuestro alrededor y tal parece que no nos damos cuenta socialmente de que se nos están disparando las alarmas. Urge hacer algo. 

Yo no tengo nada contra el suicido bien pensado y reflexionado de una persona mayor, mediante el cual se quita un sufrimiento innecesario y sin remedio. Pero los jóvenes no merecen caer en este último recurso que define nuestro fracaso como sociedad. Se trata de salvarnos todos y no dejar a su suerte a niños y jóvenes, nuestro valor más preciado.