Aquí en confianza

El telegrama de Huerta

Miles de historias conforman los anales de nuestro México. La revolución y sus capítulos, tejió finamente el entramado social en el que hoy nos desarrollamos. Para nadie pasa desapercibida la actuación protagónica de Coahuila y los coahuilenses, no solo en aquel episodio histórico, sino en la construcción del país del que ahora gozamos. 

Fue el 20 de febrero de 1913, cuando el usurpador o golpista (aún no logra definirse con exactitud la naturaleza de su alta traición) Victoriano Huerta, envió un telegrama a los gobernadores de las entidades federativas, mediante el cual notificaba que el Senado de la República lo había designado para asumir la titularidad del Poder Ejecutivo, al tiempo que informaba que el Presiente Madero y el Vicepresidente Pino Suarez se encontraban presos. Más tarde, como reguero de pólvora, correría la noticia sobre el cobarde asesinato del que ambos fueron víctimas. Atrás quedó el sedan Protos negro, testigo mudo del cruel magnicidio, así como también el recuerdo de la advertencia que Gustavo le hizo a su hermano Francisco respecto a las componendas de Huerta con los opositores; hecho que derivó en la tortura y muerte del menor de los Madero, durante la llamada decena trágica. 

Los mandatarios estatales acusaron el recibo de aquella misiva y no pocos sucumbieron ante el poder obtenido a través de la ingratitud, reconociendo a Huerta como Presidente; no así el Gobernador de Coahuila. Con la valentía de quien se forja en las inhóspitas tierras del desierto, Venustiano Carranza Garza volteó la vista hacia el Congreso estatal y obtuvo de los diputados coahuilenses el decreto marcado con el número 1421, por el cual se desconoció al autoproclamado gobernante y se le facultaba para formar un ejército que permitiera la restitución del orden constitucional.

Setenta jefes y oficiales acudieron al llamado; apenas un puñado de hombres los acompañó hasta la Hacienda de Guadalupe, en el municipio de Ramos Arizpe. En un pequeño cuarto aderezado con un par de mesas polvosas que sirvieron de menaje, el Capitán Alfredo Breceda, quien fungía como secretario particular, puso en las manos de Carranza el escueto documento que – a la postre – serviría como cimiento de las grandes reformas políticas y sociales que estaban por venir. Era 26 de marzo.  

Se dice que el Varón de Cuatro Ciénegas (así, con “V”) fue esclavo de sus propias palabras; nunca – ni por asomo – se atrevió a prometer algo que no podía cumplir. La congruencia era una de sus principales características y así lo hacía valer. De ahí que el Plan de Guadalupe fuera redactado en tan solo siete artículos; sin embargo, pese a su brevedad, el manuscrito perseguía un estricto objetivo: derrocar al usurpador; recuperar el poder y convocar a elecciones en las que el pueblo pudiera elegir democráticamente a sus gobernantes. 

La altura de miras de Carranza permitió convencer primero a los firmantes del decreto revolucionario; luego, a los lugareños de aquel pedazo de nuestra tierra, quienes se organizaron para acompañarlo en la lucha; más tarde a los coahuilenses de todos los rumbos y, finalmente, a miles de mexicanos que se unieron a la causa.  Para él, la derrota o la pérdida de la vida no significaban el riesgo mayor, sino la vergüenza de no dar digna respuesta a la traición.   

El veinte de agosto de 1914, el ejército constitucionalista (germen del actual Ejército mexicano) entró triunfante a la Ciudad de México. Nuevamente el pueblo obtuvo la victoria después de cruentas batallas. Rezan las crónicas que montado en caballo azabache de gran alzada, iba el hombre que jamás aceptó grado militar alguno por que no consideraba haberlo ganado; el que nunca se ostentó como Presidente de México, hasta que – constitucionalmente – sus compatriotas así lo decidieron. Ahí, en aquellas calles, el nombre de quien encabezó la revolución constitucionalista fue coreado por cientos. 

El pequeño trozo de papel suscrito en tierras coahuilenses significó el inalienable derecho que tiene cada ciudadano de definir el futuro de su nación. 

Aquí en confianza, la Constitución de 1917 fue discutida, aprobada y jurada en Querétaro, pero fue en Coahuila de donde emergieron los ideales que le dieron vida al documento que concilió los derechos individuales con los sociales y  sirvió de andamiaje a las instituciones nacionales. 

Debemos reconocerlo con orgullo, en Coahuila sabemos tender la mano cuando de la transformación de México se trata; pero también – desde acá – se combate, con voluntad y aplomo, a la ambición y la felonía. Ahí se los dejo para la reflexión.